Caída queda: El infinito en la palma de la mano

Le 24/04/2019 0

En un bello accidente de procrastinación me crucé con el libro de Gioconda Belli. Autora muchas veces presentida, con cuya literatura tuve sin embargo un encuentro tardío. Tardío en relación con qué? De hecho, creo que ha llegado en el momento justo cuando ya se han desaprehendido tantos caminos de años atrás, sin tanta euforia, aunque con la misma sangre en las venas. En mi caso, por lo menos. El infinito en la palma de la mano empieza con el inicio: la creación, la caída, el exilio, la nostalgia del no regreso. Gioconda Belli nos anuncia que su creación, la de la novela, obedeció a tiempos que no quería desperdiciar en alguna biblioteca desconocida y apócrifa. Mejor, llena de aquellos textos apócrifos, acallados en cuanto a los detalles de la historia, de esa historia en particular que como todos esos relatos y mitos sigue aprendiéndose en el camino. Habría mucho más que eso seguramente. Están pues delineados los protagonistas: Adán, Eva, la Serpiente, el Jardín,  el conocimiento y finalmente el Creador. Todos los elementos que en otro tiempo, aquel de revoluciones a gritos y de cambios de piel coléricos, me hubiesen llevado al desdeño o a no conceder oídos sino a la serpiente, esa, la Serpiente emplumada. ¿Pero acaso no es la historia de Adán y Eva, una historia que admite más que lo que nos han querido develar? Esa es principalmente la historia contada por Gioconda Belli: la del darse cuenta o no, la del conocimiento finalmente que se quiere esencial para algo.  Con una prosa ágil, preciosa en su ligereza, ella describe con increíble exactitud el sentimiento de lo que queda frente a lo irreconciliable, la exuberancia que queda. A pesar de la pérdida, o precisamente por la pérdida.  De lo que queda con toda la incertidumbre y la belleza y la incertidumbre de la belleza. Sin ahorrarnos el desarraigo, y la melancolía, esa de perder lo que no se sabía que se había tenido en algún momento. Haciendo el duelo en la marcha, mientras se marcha en un destino ya maculado. Un descubrimiento, una primera vez, la sensación de totalidad, todo ello envuelto en metáforas que se despliegan como sus objetos: el mar, el cielo, la espesura de los bosques…

Esa primera mujer Eva, viene cargada con el peso de la culpa pero también de la redención. Culpa que se convierte poco a poco en destino ineluctable. En alivio para él, ella, Eva, autora material que quita la vida y que da la vida. Mar abierto con todas las turbulencias y el peso de la Luna y la fuerza de sus aguas. Del otro lado, está el Creador, Elokim, un ser que duda, dudoso, del que conocemos sus designios ambivalentes y ambiguos a través de la Serpiente o de una voz interior que se revela en pequeñas dosis: confuso, dador de libertad y de incertidumbre en las mismas proporciones; poderoso y silente al mismo tiempo, caprichoso e implacable en todo su Ser, creador de mundos y constelaciones y seres y  olvidos a la medida de sus mundos, que consumen todo su tiempo, que es eterno. Sin embargo, perdido en los detalles o tal vez en esos mismos universos, aburrido a veces, juguetón, es finalmente la Serpiente que se asume como víctima de sus designios y a la vez su contraparte, la serpiente guía, la serpiente serena que no escapa sin embargo a las trampas, que intuye e interpreta para la pareja de mortales. La historia de un amor y de un desamor, y de un encuentro y un desencuentro, despojada de toda moraleja rehabilitadora desde el punto de vista moral. O casi. Porque queda la huella, la escritura en la piel, el miedo hecho juicio, el miedo como modo de razonamiento.

Habrán tal vez mil otros relatos que reivindiquen a ese primer hombre, a Adán. La historia ya lo ha reivindicado.  O a su descendencia con toda la violencia y el desdén dentro de cada uno de ellos. De cada uno de nosotros. Yo, de mi parte, tengo una debilidad por esa Eva de Belli. La que asume su rol de recibir el don que le ha sido acordado para la humanidad. Por la humanidad que aún no alcanza a abarcar. Que está por suceder, que está por sucederla con todo ese torrente de sentimientos y odios y violencias como aquella divina Mariposa de obsidiana, pero llena de vida y de aguas que le recuerdan lo que olvidó al nacer. Sin sucedáneos ni paliativos porque todavía todo está presente. Sumergida por mil sentimientos, ella termina igualmente asumiendo lo inexorable de la situación porque así había sido decidido. No sin impotencias y ruegos y sollozos. Ella, la Serpiente, la Serpiente emplumada, no, ella Eva, alimentada por su intuición de tierra y de raíces y de ancestros y de descendientes. No inmaculada. Con todas las huellas del pasado y del futuro encima. Pero a diferencia de Prometeo, no hay un castigo eterno justamente porque ya perdieron esa facultad o porque ya no podrían concebirlo o porque definitivamente puede adjudicarle otro sentido a ese castigo. Querer que ya no lo sea. Un Aleph a dos, pero que necesita de esa intuición, lo que falta en la sentencia de la serpiente: “La memoria del Paraíso nadará en su sangre y si logran comprender el juego de Elokim y no caer en las trampas que él mismo les tenderá, cerrarán los círculos del tiempo y reconocerán que el principio puede llegar a ser también el final. Para llegar allí nada tendrán sino la libertad y el conocimiento.” Que es pura intuición...

 

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