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éphémère

Le 16/05/2020 0

Dans fotosíntesis: Historias de la Ruda

Sabina sintió súbitamente su cuerpo sumergirse en un sueño profundo. Había decidido quedarse en casa. Su cuerpo ya lo había decidido. En mitad de una semana de obligaciones. Contra las recomendaciones de toda la familia. Porque ahora se había convertido en una cuestión de familia. Su dolor. Que por disposición social y familiar debía ser inexistente. Su pena. La pena de ver ese secreto develado. Algo que debía mantener secreto en todo caso. Sus reglas. Hace pocos días había descubierto que no era un dolor localizado. Se desplazaba. Con pasos de elefante en el país de las miniaturas. El agua de Ruda era la única compañera en esos días de soledad. Y el sueño. No era nada anormal que el mundo de Morfeo se ajustara perfectamente a su espíritu. Como evasión. Como espacio de silencio y de calma. Pero, para entrar en él, les medicamentos se habían vuelto necesarios. Codeína mezclada con naproxeno mezclada con un poco de Spasfom. Le adormecía el dolor. El elefante abandonaba sus pasos. Le fascinaba perderse en el negro sobre negro en el que se convertía su habitación. Sola. Queriendo camuflar esa melancolía en un espacio de silencio. Que hubiera preferido más largo pero que siempre era interrumpido por el sueño pesado. Que no le dejaba otra opción que entregarse. Sin resistencias. Como un arrullo. Suave…

Soñó que era una partícula de aire, ligera, con una consciencia plena que le permitía admirar los diferentes tonos de verde que tomaba la tierra. Recorrió incontables paisajes todos distintos y tan reales que podía tocarlos. Sintió una empatía, una necesidad de conexión. Devenir verde. Sólo mirando. Tan cerca y tan lejos, le parecía todo. Pero era real.

Se despertó en ese estado del entre dos. Se acordó de aquella historia sobre las neuronas-espejos que había leído en alguna parte. Como Alicia. Dispuso su computador para ver ese documental sobre el océano gigante. Observar. Para ciertos espíritus podría parecer la salida más facilista. Sólo para aquellos que pensaran que observar era una tarea fácil. Eso requería una precisión matemática. La habitó inmediatamente una sensación de bienestar. De estar allí. Sin miedo. Se hubiese creído una hija de todas las potencias que habitaban el inmenso océano de no ser por las historias de Lovecraft que le enseñaron a temer los dioses obscuros que engendran las profundidades. Eso la había alejado del mar por mucho tiempo. Lo amaba, la amaba, la mer,  por encima de todas las cosas. Pero le temía. Era necesario cierto respeto, pensaba. Eso hacía que no pudiese sumergirse plenamente. Que no pudiese nadar. Que la aterrara. Pero ahora lo entendía. Entendía perfectamente ese devenir animal que la animaba por completo. Nada de imitación. Nada de hacer como sí. Podría vivir en el océano.

 

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