fotosíntesis: Historias de la Ruda

lya

Ilustración copyright señora Lapiz http://lyamgm.wixsite.com/lyamunozgomez

 

 

 

La Ruda es una planta medicinal bien conocida en mi país.  En la región. Se le atribuyen poderes esotéricos y aparece indisociablemente ligada a la mujer. Mi madre solía acudir a ella para calmar los primeros dolores de mis menstruaciones. Desde mis trece años. Tengo presente el momento exacto en que llegó, ella y el dolor. Cuando, alguna vez comenté mi situación con un amante de las plantas, me la recomendó en infusión con otras hierbas. Crecí con la idea de que era una planta mágica. Una diosa que nos acordaba sus privilegios en diferentes formas. En baños, en preparaciones. No puedo imaginar mi vida sin la Ruda. Después vinieron otras historias, otras recuerdos, de mujeres padeciendo las menstruaciones. Me invadió la profunda intuición de que todo está conectado. Y se reproduce. De manera fractal por supuesto. Recuerdo el olor de mi sangre y el olor un poco amargo de la Ruda. Vienen los dos juntos. Siempre. Las historias también. En el momento siguiente. 

 

 

lya

Ilustración copyright señora Lapiz http://lyamgm.wixsite.com/lyamunozgomez

 

 

 

La Ruda es una planta medicinal bien conocida en mi país.  En la región. Se le atribuyen poderes esotéricos y aparece indisociablemente ligada a la mujer. Mi madre solía acudir a ella para calmar los primeros dolores de mis menstruaciones. Desde mis trece años. Tengo presente el momento exacto en que llegó, ella y el dolor. Cuando, alguna vez comenté mi situación con un amante de las plantas, me la recomendó en infusión con otras hierbas. Crecí con la idea de que era una planta mágica. Una diosa que nos acordaba sus privilegios en diferentes formas. En baños, en preparaciones. No puedo imaginar mi vida sin la Ruda. Después vinieron otras historias, otras recuerdos, de mujeres padeciendo las menstruaciones. Me invadió la profunda intuición de que todo está conectado. Y se reproduce. De manera fractal por supuesto. Recuerdo el olor de mi sangre y el olor un poco amargo de la Ruda. Vienen los dos juntos. Siempre. Las historias también. En el momento siguiente. 

 

 

Premonitorio

23/06/2020

El lugar parecía más una oficina de turismo, con grandes ventanales al interior de un edificio moderno. Nunca pensó que el conocido Doctor Hernández se encontrara allí. Se lo había imaginado en un espacio diminuto, sin luz, nictálope. Con el aire caliente, en una sala de estar que sofocaba. Con rostros afligidos y que la interrogaban desde el instante en que cruzara la puerta. El espectáculo triste de la desesperación y la desesperanza.

Pocos años después se acordaría de esa primera impresión cuando la contrastó con otra. La de su encuentro con aquel mago fabulado en aquel bar del 12eme arrondissement. Una especie de héroe, aunque, interpretando su signo lunar, ya le había sido dicho varias veces, que no era propensa a creer en héroes. Un encuentro improbable, en todo caso. ¿Acaso podía ser de otra manera? En ese instante, la Suerte quiso que le fuese otorgado el privilegio de la lectura de cartas.

Pero ahora, en este presente, se trataba de otra especie de encantamiento. Otro mago. La oficina en la que se encontraba parecía ignorar, o quizás esconder, cualquier vestigio de fatalidad, con la que la enfermedad solía vestirse. Sabina iba preparada para una gran dosis de azar y de incertidumbre, pero el escenario que se le presentó no se adecuaba a su percepción. 

Cuando su colega Edith le había propuesto una cita con el famoso doctor Gregorio Hernández, Sabina tomó un tiempo en responder. Súbitamente su memoria evocó los recorridos en el bus que la llevaba desde su casa hasta el centro de la ciudad. Ese lugar de agitaciones, de la memoria histórica, tantas veces colonizada y remodelada para olvidar y recordar al mismo tiempo. Cuando se aproximaba, desfilaban a través de su ventana, todos aquellos promotores de la felicidad o prometeos, que pululaban en la avenida principal. Por medio de cartas, de pócimas, de sortilegios…En nombre de los dioses, o de los mortales, de los inmortales, de los ancestros, su principal misión era la de llevar al hombre bienes de origen divino, aparentemente: la felicidad, el amor. Pero no era eso de lo que se trataba. Era finalmente un affaire de humanos. De cadenas. No el amor, sino traer al ser amado. No la felicidad, sino el dinero que podría comprarla. Sabina se había preguntado miles de veces, cómo aquellos mercaderes de lo intangible, lograban negociar los matices entre esas dos ideas. En pequeñas dosis de comprimidos o ungüentos o preparaciones. Con fe tal vez.

- Tienes que pedir una cita con el Doctor Sergio Otálora. – había dicho Edith, con una alta dosis de optimismo cuando vio a Sabina pálida, pesada, cargando todo el peso de su feminidad en su vientre.

- El trabaja con Gregorio Hernández y ha curado a mi tía de un cáncer.

- Gregorio Hernández? ¿No era ese un médico muerto hacía mucho tiempo? Yo no creo en esas cosas- había esbozado secamente Sabina.

Frente a la evidencia de la curación, sin embargo, cualquier otro argumento parecía inocuo. Aún el de la fe. Para reforzarlo, Edith mencionó las sinuosidades por las que su tía había tenido que atravesar, para soportar esa enfermedad, el miedo a la muerte que puede ser más fatal que la muerte misma…

- ¿Por qué no? Dijo tímidamente Sabina queriendo encontrar una respuesta más propicia para eludir un no directo.

Gregorio Hernández tomaba entonces la forma de un señor de traje, de la Bogotá de los años 20, con un bigote bien cuidado. Un médico reputado. Había visto su foto en alguna de las fachadas de aquellos mercados en los que se convertían todas esas tiendas, en uno de sus viajes hacía el centro. Nunca supo si esa imagen se ajustaba a alguna forma de realidad. De todas formas, no era de eso de lo que se trataba aquí – pensaba Sabina mientras trataba de imprimirle un poco de encanto a esa sala de espera inmaculada y despojada de todo misterio.

No tuvo tiempo para más elucubraciones. La suerte estaba echada y cuando se percató, se encontraba siguiendo a un señor de baja estatura, sin ningún tipo de blusa de doctor. Cuando le fue pedido, repitió su historia sin convicción, como solía hacerlo en el tiempo de éste ahora de su enfermedad, y olvidó a su interlocutor.  O casi. Porque mientras sus palabras tomaban una forma propia, evadiendo cualquier razonamiento, decidió que no habría lugar a ninguna desnudez. Ninguna sobre exposición en nombre de la ciencia. Al fin y al cabo no era de ciencia de lo que se trataba aquí.

Y entonces y sin ningún preámbulo, sucedió. En un abrir y cerrar de ojos, literalmente. El semblante del doctor que tenía en frente se asemejaba ahora al de Charles Dexter. Su voz había tomado un tono mas grave. Miraba al infinito. Estaba poseído. Esa voz extraña le preguntó a Sabina nuevamente, acerca de sus síntomas. Iba a replicar que ya lo había dicho pero se contuvo. Lo dijo de nuevo. Sabina tuvo la sensación que después de un minuto de silencio, la incomprensión lo invadió. A él. Aunque Sabina detalló sus emociones de la mejor manera que pudo. Porque era cuestión de emociones también. Tal vez, los dolores menstruales no eran tema de consulta en los tiempos del Doctor Hernández. Contra todo pronóstico, el rito se terminó con una prescripción médica que incluía huevos de pato, y algo de dolipran. Y otra cosa también…Nada de hierbas pensó. Consideró eso como un mal augurio.

Consideró entonces que seguir la formula al pie de la letra era una opción entre otras. Modificó algunos ingredientes. Edith le había sin embargo advertido acerca de lo otro. El doctor había fijado la fecha: 23 de agosto. En dos semanas. Debía preparar su mesa de noche con algunos productos, alcohol y algodón principalmente y esperar y luego de eso, tomar una semana de reposo. Se hizo a la idea algunas noches previas. Esperando. Se imaginó las maneras de caer en un sueño profundo para no sentir. Pensó en la hierba bendita, pero debía evitar las interferencias con la operación. No sabía de qué naturaleza eran las potencias que ahora iba a invocar. La incertidumbre y la desolación la invadieron. Imaginó el rostro del que sería su visitante. No podía imaginarlo como uno de los monstros de Lovecraft, así que se dejó abatir por su naturaleza temerosa, donde lo desconocido podía tomar cualquier forma. Debía acompañar el ritual con una suerte de oración. Se lamentó de su falta de fe que podría ser útil en estos momentos. Si solamente pudiese despojarse de ese dolor sin tregua, anterior a todo su ser, en una sola noche…pensó.

Edith le insistió hasta la saciedad para que no desdeñase esta oportunidad. Para justificarse, Sabina se apoyó en su primera percepción, que sin embargo, no quiso compartir con Edith. Muy para sí misma exclamó:

- ¡Que va a saber el Doctor Hernández acerca de enfermedades de mujeres! Lo había intuido desde el primer momento. El hecho de que fuese sobrenatural no excluía su cara de asombro cuando Sabina había mencionado todos sus síntomas...Esa noche, antes de dormir tomó de su mesa de noche Historias extraordinarias de Edgar Allan Poe…

 

Inimaginable

18/05/2020

Su madre volvía de la verdulería del barrio. Un protocolo que se realizaba siempre a dos, tres veces por semana. Pero ésta vez estaba disculpada por sus dolores menstruales. Así que a su llegada, la ayudó a arreglar todos los alimentos en el refrigerador. Para pasar luego a la preparación. El rol de asistente que le era asignado a Sabina en las labores de la cocina no le convenía realmente. Prefería crear. Inventar nuevas cosas. Asociaciones. A riesgo de decepcionar los principios básicos de la comida familiar. De las costumbres. Tampoco se imaginaba sin embargo, en las labores mecánicas que su padre repartía a cada uno de sus hermanos religiosamente para los sábados y los domingos. El viejo taxi de los 80s era un excelente laboratorio de experimentación. De todas formas nunca le había sido propuesto. Tal vez necesitaría dicha experiencia cuando comprara su primer carro, primera señal visible de la ascensión social. Porque el equipo de sonido con los parlantes ultra potentes ya no era ninguna señal. Se había convertido en el elemento de poder que enfrentaba a cada uno de sus vecinos en las mañanas de vacaciones, a ritmo de reguetón, y por supuesto, de vallenatos de todos los tonos. Aunque el repertorio podría incluir merengue también, placer de los poco avezados en el baile, o la salsa, que presuponía otro tipo de ascensión social.  En su casa en todo caso, tampoco escapaban a ese ritual.

- Tal vez ni siquiera quiera tener un carro. Igual no sé nada de mecánica. – dijo, haciendo su pensamiento palabra e interrumpiendo el momento solemne del café de las 4 de la tarde.

- Si, si, cuando sea el momento indicado lo necesitarás. Y no te preocupes por las cuestiones de mecánica – dijo su padre con ese halo de misterio del que conoce perfectamente lo que va a suceder.

- No me lo puedo imaginar – dijo Sabina, pareciendo más segura que la sentencia que acababa de escuchar. Era verdad. Era sobretodo de una sinceridad extrema. Había cosas que no aparecían en el horizonte tan vasto e infinito de su imaginación. No en ese presente, en todo caso.

La conversación seguía girando en torno a los carros. Pero podría perfectamente aplicarse a tantos otros aspectos. Era singular y universal. Ahora recordaba aquella película sobre la mécanique du cœur.  Hasta para el amor podría funcionar. Su reflexión fue interrumpida por el sonido grave del teléfono en la sala y la voz de su amiga Renata. Quería verla. Podría pasar a visitarla a su casa. 

- Estoy embarazada. – le dijo Renata, luego del saludo emotivo que se dieron.

- En serio? Era la expresión de Sabina cuando el repertorio de las palabras se agotaban. Para darse ese minuto de silencio. Quiso leer un poco en las emociones de su amiga. Sólo para saber si debía felicitarla, o por el contrario, debía sentirse agobiada y dispuesta a todo para consolar a su amiga… o para actuar. Se confortó con la mirada de felicidad y optimismo que le devolvió Renata.  

- Te imaginas? No lo puedo creer. Será el inicio de muchos cambios y desafíos.

Exacto. Sabina iba a comenzar con el inventario de las razones sociales, familiares y económicas que intervendrían en su contra, a sus dieciocho años, como le habían enseñado la mayoría de las telenovelas latinoamericanas, donde siempre estaba presente. Había aprendido así que el embarazo podía ser una cuestión de chantaje que jugaba siempre en contra del hombre. Pauvre naïf. Cuando se trataba de la protagonista, quien no podía escapar a ese destino, los desafíos se presentaban del tamaño de Hércules y sus trabajos, ni más ni menos, sólo para justificar el desenlace final consistente en tener a su hombre y tener el fruto de su amor, soñado, sacrificado, forever…

Prefirió una pregunta corta para comenzar. -Y Antonio ya lo sabe? -

- Si. Fue el primero en enterarse. El y su madre están felices. Siempre quiso ser abuela joven.

- Y tú ?

- Ahora me siento feliz – dijo, como si el momento del pánico ya hubiese pasado. Sin estragos. - Paso mis días a pensar en el momento exacto en el que mi vientre va comenzar a crecer, mis senos, me imagino el momento en que no podré ver mis pies. El momento de dar a luz. He leído tanto sobre la transformación del cuerpo. Es mágico. Es casi un proceso alquímico. De transmutación, …

Sabina no escuchaba más. Su pensamiento se diluyó en un espacio vago después de esas primeras palabras. Pudo vislumbrar ese momento único y místico del que Renata hablaba. Sólo por un instante. Se acompasaba bien con el carácter de resiliencia de su amiga, pensó. Y el gusto que siempre había tenido por los rituales. Cuando volvió a la conversación, Renata estaba concluyendo.

- Te imaginas? Te lo imaginas? - repetía Renata con el corazón  en la mano, compungido por la emoción.

Sabina dudó bastante antes de responder porque la respuesta era no. Definitivamente no se lo podía imaginar…

éphémère

16/05/2020

Sabina sintió súbitamente su cuerpo sumergirse en un sueño profundo. Había decidido quedarse en casa. Su cuerpo ya lo había decidido. En mitad de una semana de obligaciones. Contra las recomendaciones de toda la familia. Porque ahora se había convertido en una cuestión de familia. Su dolor. Que por disposición social y familiar debía ser inexistente. Su pena. La pena de ver ese secreto develado. Algo que debía mantener secreto en todo caso. Sus reglas. Hace pocos días había descubierto que no era un dolor localizado. Se desplazaba. Con pasos de elefante en el país de las miniaturas. El agua de Ruda era la única compañera en esos días de soledad. Y el sueño. No era nada anormal que el mundo de Morfeo se ajustara perfectamente a su espíritu. Como evasión. Como espacio de silencio y de calma. Pero, para entrar en él, les medicamentos se habían vuelto necesarios. Codeína mezclada con naproxeno mezclada con un poco de Spasfom. Le adormecía el dolor. El elefante abandonaba sus pasos. Le fascinaba perderse en el negro sobre negro en el que se convertía su habitación. Sola. Queriendo camuflar esa melancolía en un espacio de silencio. Que hubiera preferido más largo pero que siempre era interrumpido por el sueño pesado. Que no le dejaba otra opción que entregarse. Sin resistencias. Como un arrullo. Suave…

Soñó que era una partícula de aire, ligera, con una consciencia plena que le permitía admirar los diferentes tonos de verde que tomaba la tierra. Recorrió incontables paisajes todos distintos y tan reales que podía tocarlos. Sintió una empatía, una necesidad de conexión. Devenir verde. Sólo mirando. Tan cerca y tan lejos, le parecía todo. Pero era real.

Se despertó en ese estado del entre dos. Se acordó de aquella historia sobre las neuronas-espejos que había leído en alguna parte. Como Alicia. Dispuso su computador para ver ese documental sobre el océano gigante. Observar. Para ciertos espíritus podría parecer la salida más facilista. Sólo para aquellos que pensaran que observar era una tarea fácil. Eso requería una precisión matemática. La habitó inmediatamente una sensación de bienestar. De estar allí. Sin miedo. Se hubiese creído una hija de todas las potencias que habitaban el inmenso océano de no ser por las historias de Lovecraft que le enseñaron a temer los dioses obscuros que engendran las profundidades. Eso la había alejado del mar por mucho tiempo. Lo amaba, la amaba, la mer,  por encima de todas las cosas. Pero le temía. Era necesario cierto respeto, pensaba. Eso hacía que no pudiese sumergirse plenamente. Que no pudiese nadar. Que la aterrara. Pero ahora lo entendía. Entendía perfectamente ese devenir animal que la animaba por completo. Nada de imitación. Nada de hacer como sí. Podría vivir en el océano.

Touchée

12/05/2020

Sabina se arrellanó suavemente en el sillón de cuero situado a la entrada de la peluquería. No era uno de los lugares que frecuentara, pero tenían un pequeño ritual con Clarisse, de viernes a la salida la universidad. Una vez por mes. Mientras esperaban, veía cómo Clarisse se sumergía en los intrincados detalles de la vida pasada de los otros.  Pasada, porque todas esas revistas desplegadas en la mesa de centro, databan de meses atrás, de relaciones que habían, entretanto, cambiado con la ligereza y la velocidad de la vida que no da espera, que se evalúa según el movimiento, la fuga…

- Puedes pasar enseguida – dijo súbitamente Clarisse, cuando vio que una de las personas había cumplido el protocolo y se aprestaba a salir.

- Preferiría que fueras tu primero, si no te importa – dijo tímidamente Sabina, pretendiendo que Clarisse entendería las razones.

- Mi madre me ha dicho que no me deje cortar el pelo de una mujer. Podría tener la menstruación -. Clarisse la miró sin entender y procedió a ubicarse en la silla para dar inicio al ritual.

Esa mirada que Sabina interpretó como acusadora, la había sumergido en una reflexión acerca de las consignas de su madre. ¿Aplicaría también para las relaciones de pareja? ¿Para las caricias sexuales? ¿entre mujeres? De pronto se imaginó que no se trataba sólo de las peluqueras, que podría ser ella la causante de eso que podría denominarse un mal de ojo, algo que se lanzaba sin que supiese muy bien el mecanismo de transmisión. Como un virus que se propagaba. ¿Estaría comprometida la idea del tatuaje que desde hace días venía rondando en su cabeza y debería entonces considerar la posibilidad de hacerse tatuar por un hombre? ¿Cuáles serían las nefastas influencias sobre su piel, sobre sus energías, si se tratara de una mujer con su menstruación la que procediera al acto?

Tantas preguntas sin respuestas quedaban selladas con la incertidumbre. Podía tratarse de asunto de poder. Había leído los poderes mágicos que habían acompañado a la mujer. Las plantas. Las brujas. Y su represión. Argumentos que se quedaban sin respuesta en el entorno familiar. Alguna vez había tratado de exponerlos frente alguna amiga de su madre, peluquera, quien, sabiendo las consecuencias inefables de la menstruación en su trabajo, la aceptaba como una suerte de fatalidad para sus clientas. Además – había agregado – a tus 14 años estas apenas al inicio del camino. Te falta tanto por aprender!

Cuatro años después Sabina no había podido encontrar una respuesta precisa. Ni la continuación de ese camino. Había leído sobre la magia, sobre la sangre, sobre el poder. Y en algún momento había propuesto a su madre conjugar ese hechizo con la Ruda. La planta mágica. La de todas las respuestas. Su madre había murmurado un inaudible hmmm, lejos de toda neutralidad y cargado de escepticismo que se exteriorizó cuando quiso completar su frase: Podría ser, pero es mejor no hacerlo. Lo cual sonó como el típico Bartleby : I would prefer not to

I would prefer not to…se había convertido en su frase preferida. Para éstos días de circulaciones truncadas. Su sangre. El conjuro había hecho efecto.  Lo había presentido aún antes de que empezara la primera menstruación. Se la imaginó dolorosa. No había predicho la pesadez, sin embargo. La única que se le venía a la cabeza y al espíritu. Cuando el joven se le acercó para anunciarle que estaba disponible, tuvo la sensación de levantarse de la silla con un mundo sobre sus espaldas. Como Atlas. Claro que sería más exacto decir sobre su vientre. La imagen de Prometeo encadenado se ajustaba mejor a su estado de ánimo – pensó. Avanzó tímidamente y ocupó su lugar con un entusiasmo menguado.

- ¿Qué quieres para el día de hoy preciosa? -dijo el joven, con un tono dulce. Perfecto para la ocasión.

- Corte en capas y el flequillo – esbozó suavemente Sabina, dejándose arrullar por las palabras.

Se concedió ese momento de placer y se entregó a las suaves caricias con el que el joven se entregaba a su trabajo. Estaba lista para una noche de inspiración, de comunicación personal pero le fue propuesto, a cambio, una noche de copas, una noche loca…

Se armó de poder, de entusiasmo, de dos naproxenos para el dolor combinados con la codeína, para ignorarlo y de una dosis más grande de motivación y se dispuso a seguir a Clarisse.

Clarisse había previsto todo. Junto con sus dos compañeras de apartamento habían decorado la sala el día anterior. Aunque le gustaba el ambiente, Sabina seguía convencida que el ritual festivo no era el que mejor le convenía en éste momento. Le fascinaba la libertad que se respiraba en el lugar. Envidiaba que Clarisse hubiese venido de otra ciudad para hacer estudios en la capital. Eso justificaba el privilegio de vivir con amigas. Sola. Sin el protocolo de las autorizaciones para cada acto de su vida social o de su vida íntima…

Al son de mujer divina de Cheo Feliciano, Sabina se impregnó de las atmosferas de músicas cercanas. El gusto del aguardiente y el efecto que produjo en su vientre le pareció más eficaz que todos los naproxenos que había ingerido hacía dos horas. Al fin y al cabo no era la única mujer con la menstruación. Era algo normal. Se lo habían repetido. Debía repetírselo para creerlo. Aunque presentía que el conjuro ya se había producido. Demasiado tarde…

 

une femme abimée

25/08/2019

 

Bajaba como agua en un filtro repleto de turbulencias...

Se quedaba siempre en el medio...

En el medio del deseo, en el medio del dolor, en el medio de la incomprensión...

Quedaba siempre tendida, con la soledad deshabitándola en ese instante en el que llegaba, ella, su sangre, la que debía ser su aliada, pero no lo era. Recuerda que para decírselo a su madre tuvo que armarse de valor. Porque no había cómo decirlo. Era un secreto y al mismo tiempo su dolor se encargaría de anunciarlo todos los años a toda su familia. Pero el momento de decirlo fue incómodo. Sobrepasaba todos los límites de la relación tal como se había presentado. Se trataba sin embargo, de una relación sin turbulencias. Dulce, en todo caso, sea lo que sea que eso quisiese decir. Ávida del deseo de acercarse cada vez más, pero con la barrera de la lengua, no de la lengua materna sino de la otra, la de no encontrar qué decirse, cómo decirlo en todo caso, porque muchas generaciones atrás ya la habían estatuido de esa manera, porque estaba inscrito, más allá de la piel. Con todo el silencio de por medio.

- Mamá me ha llegado eso – dijo tímidamente Sabina, interrumpiendo a su mamá en las labores del trabajo de la casa.

- Ah – exclamó ella. Vamos a ver eso entonces – dijo sorprendida. Sabina no pudo interpretar ningún otro sentimiento en ella. Aunque podía sentir que ella estaba conmovida, simplemente decidió no creer en esa emoción porque de todas formas las emociones estaban apagadas. Yacían en el cuarto de san Alejo, objetos cristalizados en escombros que no se decidían a convertirse en polvo.

Sabina no pudo controlar la incomodidad. Sería lo único que retendría de esa primera experiencia. El dolor vendría progresivamente, no suavemente sino de una manera brusca, buscando instalarse en lo más profundo de sus entrañas. Avisándole…Se aferró a la ruda con todo su ser…Era la idea de su madre y de su abuela y le gustaba la idea…pero no fue suficiente.

Ahora en el  camino a la facultad la invaden esos recuerdos. Sigue pensando en lo innecesario de su discusión con Ángel. No era necesario desgastar a ese punto las palabras, tratando de aprisionar el sentido exacto. No era necesario apretar tanto la mano y dejar que la arena se escapara tan rápidamente. Pero lo hizo. Después de la discusión, y no satisfecha con eso, le dejó aquella carta, para expresarle aún más su confusión y su dolor y su incomprensión frente a la situación, y lo mucho que lo amaba y el tormento que era imposible de evitar ahora, y su posible explicación. Pensó que era lo correcto para desenredar las cosas, las ideas al menos y en consecuencia la relación. Era eso, todo se cifraba en las diferencias culturales. Había decretado que se trataba de algo cultural, de la manera cómo le habían enseñado a vivir una relación de pareja. Eso explicaba todo y dejaba claro que había cosas que no podían explicarse. Pero debía tratar al menos. El tenía que saberlo, de todas formas, el que venía de Europa, debía entender que era indefectiblemente otra cosa en los países del Sur. Que estaba la familia y las herencias en la piel y aquella cosa que muchos llamaban la retención emocional.

No era su culpa, ella necesitaba de la palabra tanto como la palabra necesitaba de ella. Sin embargo, él había considerado ese derroche como una muestra de histeria, o como parte de una historia que no quería conocer. No podrían obligarlo a ello. A ella.

Lo vio a lo lejos arrellanado en el magnífico árbol de ceiba plantado en medio de todo el verde que rodeaba su facultad de ciencias políticas. El plantado, pegado a él. Era una señal, definitivamente. Recordándole las noches de carajillo y de Anacaona y de ritmos en los que se habían perdido detrás de ese árbol donde empezaba un poco de foresta.  Además, no estaba para otra cosa, necesitaba solo buenas señales. Todo le pesaba, su cuerpo le pesaba, la decisión de quererlo y de no dejarlo ir le pesaba aún más, pero ya estaba decidido. Se acercó sigilosamente tratando de abrazar el árbol completo y a Ángel con él, pero se dio cuenta que no estaba sólo.

- Hola, esbozó tímidamente.

- Hola, respondió él, sorprendido ante el gesto infructuoso de Sabina.

- Hola Sabina, respondió la chica que estaba con él.

Lucía. Un par de encuentros en el baño de la facultad. Ligera, ligera, era la única palabra que ahora le venía a su cabeza. Ella habló un par de cosas más y se despidió cortésmente. De él, con un beso, en el entredós, en ese pequeño hueco que se abrigaba entre la mejilla y los labios. Cuando sonreía. Pero no era para ella, era para Lucía esa sonrisa. Podría haber deseado no amarlo en ese mismo instante, porque todo se le hacía evidente. Porque bastaba sólo con ver su expresión, la de él, para entenderlo todo. Pero desechó esa idea por inapropiada y se empeñó en demostrarse lo contrario. En demostrarse lo contrario. Al fin y al cabo, ¿no había que luchar por el amor?

- La circulación de la sangre, la cuestión de las transfusiones, la sangre y el humor, la sangre que no encuentra el camino, las teorías alrededor de la sangre, el misterio de su recorrido – ya lo he entendido – dijo él firmemente. Firmeza detrás de la cual quería resguardarse. Ella pudo haber hecho todas las analogías en ese instante preciso y trocar definitivamente el rumbo trazado, pero antes de todo prefirió la abstinencia.

- En el siglo XVII la sangre era considerada como objeto de una renovación espontánea. Se pensaba que nacía en alguna parte y moría en otra – completó Sabina queriendo guardar el tono y el ritmo de la conversación.

Pareciese como si dar ciertos indicios estuviese prohibido. El juego consistía en eso en todo caso.  Del lado de Sabina, no era el momento, no debía ser el momento porque se sentía pesada, porque no quería reconocer que todo ese verde jardín alrededor de la fac que le producía calma y placer al recordarlo, cambiara de lugar en su memoria para convertirse en un albergue de angustia y de desilusión. Pero pasaba. Las cosas estaban pasando a pesar de ella.

- Tal vez deberíamos enfatizar en la transformación de la problemática alrededor del manejo político de la cuestión de la transfusión – dijo Sabina, queriendo decir algo más. Queriendo decir otra cosa, queriendo que ese instante de comprensión mutua se volviera el instante de comprensión mutua que ella deseaba.

- Podría ser pertinente pero el tiempo es demasiado corto. Tenemos la necesidad de ser precisos. A propósito, no querría evocar el tema pero creo que lo estás esperando. No creo que sea conveniente que sigamos saliendo juntos.

- No estaba pensando en eso, pero ahora que lo mencionas creo que tienes razón – yo también quería decírtelo,  pero me distraje.

- Ok – dijo finalmente Ángel un poco desconcertado. Parecía que se hubiese preparado para una larga discusión y solo pudo esbozar un leve respiro cuando se percató que el final todo se presentaba de forma tranquila. No había imaginado las respuestas, solo un largo memorial de agravios pero había decretado también que su única protección sería el silencio. Una semana saliendo juntos no ameritaba tanto derroche.

No hubo imprevistos en la exposición. La palabra fluyó en abundancia, nada nuevo que decir, todo estaba calculado ya desde el inicio. Sabina salió sin decir palabra. Su cuarto, su refugio de 15 metros cuadrados no le fue suficiente. Rápidamente buscó su máquina de escribir, pérdida en algún lugar entre su cama y la pila de libros que la rodeaba. Le gustaba hacerlo a la antigua, interpretando la dificultad como prueba de éxito. Por esa misma razón no utilizó su teléfono. Demasiado simple pensó. En el espacio de dos horas le cedió todo el espacio a la angustia. Tenía mucho que decir sobre ella, sus emociones, las emociones en general, la razón de la falta de compatibilidad, de la falta de empatía, la falta en general. Se dedicó a volverla argumento, a moldearla, a delinearla para que cupiera en ese fragmento de papel que juzgó demasiado vacío, aun después de que decretó el final de su carta, justificándose toda ella, completamente ella, la ruptura.  La depositó en la primera oficina de correo abierta, sabiendo de antemano, la incertidumbre que rodeaba el misterio de la correspondencia en su país. Siempre aleatorio. Podía llegar o podía no llegar. La semana siguiente,  cuando se cruzó con la sonrisa de Ángel en la fac, seguida de un caluroso saludo, no le cupo la menor duda: definitivamente la había leído. Eso le procuró un sentimiento de tranquilidad.