Premonitorio

Le 23/06/2020 0

Dans fotosíntesis: Historias de la Ruda

El lugar parecía más una oficina de turismo, con grandes ventanales al interior de un edificio moderno. Nunca pensó que el conocido Doctor Hernández se encontrara allí. Se lo había imaginado en un espacio diminuto, sin luz, nictálope. Con el aire caliente, en una sala de estar que sofocaba. Con rostros afligidos y que la interrogaban desde el instante en que cruzara la puerta. El espectáculo triste de la desesperación y la desesperanza.

Pocos años después se acordaría de esa primera impresión cuando la contrastó con otra. La de su encuentro con aquel mago fabulado en aquel bar del 12eme arrondissement. Una especie de héroe, aunque, interpretando su signo lunar, ya le había sido dicho varias veces, que no era propensa a creer en héroes. Un encuentro improbable, en todo caso. ¿Acaso podía ser de otra manera? En ese instante, la Suerte quiso que le fuese otorgado el privilegio de la lectura de cartas.

Pero ahora, en este presente, se trataba de otra especie de encantamiento. Otro mago. La oficina en la que se encontraba parecía ignorar, o quizás esconder, cualquier vestigio de fatalidad, con la que la enfermedad solía vestirse. Sabina iba preparada para una gran dosis de azar y de incertidumbre, pero el escenario que se le presentó no se adecuaba a su percepción. 

Cuando su colega Edith le había propuesto una cita con el famoso doctor Gregorio Hernández, Sabina tomó un tiempo en responder. Súbitamente su memoria evocó los recorridos en el bus que la llevaba desde su casa hasta el centro de la ciudad. Ese lugar de agitaciones, de la memoria histórica, tantas veces colonizada y remodelada para olvidar y recordar al mismo tiempo. Cuando se aproximaba, desfilaban a través de su ventana, todos aquellos promotores de la felicidad o prometeos, que pululaban en la avenida principal. Por medio de cartas, de pócimas, de sortilegios…En nombre de los dioses, o de los mortales, de los inmortales, de los ancestros, su principal misión era la de llevar al hombre bienes de origen divino, aparentemente: la felicidad, el amor. Pero no era eso de lo que se trataba. Era finalmente un affaire de humanos. De cadenas. No el amor, sino traer al ser amado. No la felicidad, sino el dinero que podría comprarla. Sabina se había preguntado miles de veces, cómo aquellos mercaderes de lo intangible, lograban negociar los matices entre esas dos ideas. En pequeñas dosis de comprimidos o ungüentos o preparaciones. Con fe tal vez.

- Tienes que pedir una cita con el Doctor Sergio Otálora. – había dicho Edith, con una alta dosis de optimismo cuando vio a Sabina pálida, pesada, cargando todo el peso de su feminidad en su vientre.

- El trabaja con Gregorio Hernández y ha curado a mi tía de un cáncer.

- Gregorio Hernández? ¿No era ese un médico muerto hacía mucho tiempo? Yo no creo en esas cosas- había esbozado secamente Sabina.

Frente a la evidencia de la curación, sin embargo, cualquier otro argumento parecía inocuo. Aún el de la fe. Para reforzarlo, Edith mencionó las sinuosidades por las que su tía había tenido que atravesar, para soportar esa enfermedad, el miedo a la muerte que puede ser más fatal que la muerte misma…

- ¿Por qué no? Dijo tímidamente Sabina queriendo encontrar una respuesta más propicia para eludir un no directo.

Gregorio Hernández tomaba entonces la forma de un señor de traje, de la Bogotá de los años 20, con un bigote bien cuidado. Un médico reputado. Había visto su foto en alguna de las fachadas de aquellos mercados en los que se convertían todas esas tiendas, en uno de sus viajes hacía el centro. Nunca supo si esa imagen se ajustaba a alguna forma de realidad. De todas formas, no era de eso de lo que se trataba aquí – pensaba Sabina mientras trataba de imprimirle un poco de encanto a esa sala de espera inmaculada y despojada de todo misterio.

No tuvo tiempo para más elucubraciones. La suerte estaba echada y cuando se percató, se encontraba siguiendo a un señor de baja estatura, sin ningún tipo de blusa de doctor. Cuando le fue pedido, repitió su historia sin convicción, como solía hacerlo en el tiempo de éste ahora de su enfermedad, y olvidó a su interlocutor.  O casi. Porque mientras sus palabras tomaban una forma propia, evadiendo cualquier razonamiento, decidió que no habría lugar a ninguna desnudez. Ninguna sobre exposición en nombre de la ciencia. Al fin y al cabo no era de ciencia de lo que se trataba aquí.

Y entonces y sin ningún preámbulo, sucedió. En un abrir y cerrar de ojos, literalmente. El semblante del doctor que tenía en frente se asemejaba ahora al de Charles Dexter. Su voz había tomado un tono mas grave. Miraba al infinito. Estaba poseído. Esa voz extraña le preguntó a Sabina nuevamente, acerca de sus síntomas. Iba a replicar que ya lo había dicho pero se contuvo. Lo dijo de nuevo. Sabina tuvo la sensación que después de un minuto de silencio, la incomprensión lo invadió. A él. Aunque Sabina detalló sus emociones de la mejor manera que pudo. Porque era cuestión de emociones también. Tal vez, los dolores menstruales no eran tema de consulta en los tiempos del Doctor Hernández. Contra todo pronóstico, el rito se terminó con una prescripción médica que incluía huevos de pato, y algo de dolipran. Y otra cosa también…Nada de hierbas pensó. Consideró eso como un mal augurio.

Consideró entonces que seguir la formula al pie de la letra era una opción entre otras. Modificó algunos ingredientes. Edith le había sin embargo advertido acerca de lo otro. El doctor había fijado la fecha: 23 de agosto. En dos semanas. Debía preparar su mesa de noche con algunos productos, alcohol y algodón principalmente y esperar y luego de eso, tomar una semana de reposo. Se hizo a la idea algunas noches previas. Esperando. Se imaginó las maneras de caer en un sueño profundo para no sentir. Pensó en la hierba bendita, pero debía evitar las interferencias con la operación. No sabía de qué naturaleza eran las potencias que ahora iba a invocar. La incertidumbre y la desolación la invadieron. Imaginó el rostro del que sería su visitante. No podía imaginarlo como uno de los monstros de Lovecraft, así que se dejó abatir por su naturaleza temerosa, donde lo desconocido podía tomar cualquier forma. Debía acompañar el ritual con una suerte de oración. Se lamentó de su falta de fe que podría ser útil en estos momentos. Si solamente pudiese despojarse de ese dolor sin tregua, anterior a todo su ser, en una sola noche…pensó.

Edith le insistió hasta la saciedad para que no desdeñase esta oportunidad. Para justificarse, Sabina se apoyó en su primera percepción, que sin embargo, no quiso compartir con Edith. Muy para sí misma exclamó:

- ¡Que va a saber el Doctor Hernández acerca de enfermedades de mujeres! Lo había intuido desde el primer momento. El hecho de que fuese sobrenatural no excluía su cara de asombro cuando Sabina había mencionado todos sus síntomas...Esa noche, antes de dormir tomó de su mesa de noche Historias extraordinarias de Edgar Allan Poe…

 

 

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