Cómo sufría por ella que hasta en su muerte la fue llamando…con la voz de Caetano Veloso. Un momento irrepetible, único, pensaba Ariana. Ahora. En el momento surrealista que estaba atravesando. La muerte. Palabra impronunciable. Recuerda que para decirlo por la primera vez tuvo que recurrir a otra lengua. Ma mère est décédée! Tartamudear. Para que le fuera extraño. Para que no sonara habitual. Para que la muerte le siguiera pareciendo algo ajeno. En la distancia. Lejos, inalcanzable. Sumándose a la distancia que hacía todo más impreciso, más surreal. Ubicándose en ese espacio de lo ininteligible. De la no presencia. Abriendo una brecha más, una capa más a la imposibilidad de estar allí. De estar presente. Estaba ausente. La madre estaba ahora ausente. Y ella también lo estaba. Lo había estado.
Se preguntaba si eso mismo había sentido su madre cuando la vio partir. Hacía otro país. Otra lógica pero la misma partida, y el duelo? Porque en su horizonte, el de su madre, esa posibilidad de la partida nunca existió. No estaba allí. Ariana había leído en alguna parte que los aztecas, cuando vieron los barcos de los españoles a lo lejos, no pudieron imaginar de lo que se trataba. Literalmente se quedaron con la imposibilidad de imaginar algo que era inimaginable. Así su madre. Lo sentía en permanencia en las llamadas telefónicas donde nunca se aludía a esa tristeza. Como las madres de su generación, a la suya le había sido inculcado el dogma del sufrimiento en silencio. Su fatalidad. Su sacrificio. Como una prueba de amor. En la lógica de la proyección que se transmite de madre a hija. No tenía que decirlo para que Ariana entendiera. En la distancia. A través de la distancia. Ariana había osado romper el hechizo y la cadena: casarse, tener hijos, acompañar a sus padres. Aunque para Ariana todo eso era aún posible, en el infinito de posibilidades que se abrían ante ella misma. Pero de otra forma. En otro momento. No en el ahora. Era cierto que había roto el hechizo. Y la lógica de la continuidad que lo acompañaba. La atormentaba que el sacrificio de su madre hubiese sido en vano. Dentro de esa lógica de las compensaciones y de sacrificios. No podía no quedarse atrapada en ella. En la lógica. En su manto y bajo su abrigo. Pero lo sentía como una culpa al no poder corresponder de la forma indicada. Como una traición que ella hubiese planeado cobardemente y fríamente. ¿Además, por qué razón había ella trocado todo eso? ¿Por estar sola, lejos del nido? ¿Sin un proyecto definido?
Sola. Como si Ariana no estuviese deseando ese momento de poder estar con ella misma. Sola. Era la única palabra que retenía su madre. Como si eso fuera el castigo. Ahora todos los recuerdos le venían a la memoria, directo desde su corazón, cuando caminaba cerca del Père Lachaise, justamente con el deseo de anticiparse a la muerte. Queriendo ganarle una de las batallas. Visitándola de cerca. Siempre le había gustado el aura que emanaba de ese lugar. Calma. Calma. Era lo primero que se le venía a la cabeza. Pero hoy su cabeza ya no estaba allí. Ni siquiera para los asuntos prácticos que, afortunadamente, sus hermanos se habían encargado de evitarle. Pero quedaba aún el tema del viaje. Indefectible. El viaje en avión hasta su tierra. Debía al menos organizar eso. Desde la precariedad de sus años viviendo lejos del hogar. Porque ni siquiera una estabilidad económica había conseguido. A quien le importaba siempre y cuando hubiese obtenido la libertad de poder emanciparse de esa estabilidad económica. A ella al menos no. Había sido su decisión la de procurarse un trabajo de medio tiempo, no dos, ni tres. Y legal. Para escapar a algunos estereotipos. Su elección fue su libertad. De elegir qué hacer, cómo hacerlo. Las diosas de la Fortuna y de la Suerte no la abandonaron. La ciudad de la luz rosa la acogió sin reservas. Pareciera que estuviese destinada a esa ciudad que se acomodaba perfectamente a su ser. Fue generosa y dadivosa. Y se acostumbró a esa facilidad. Tanto que logró recrearla para su familia. Le don du partage. Sin reservas. Porque todo le había sido concedido en esa ciudad. La ciudad entera se le daba. Porque era su contribución. Abrir un intersticio. Para entrever que era posible. Contarse otra historia. Porque había seguido las pistas. Todo lo que el mundo le había hablado. Y su convicción fue que su madre lo había entendido. Había terminado por entenderlo. No había delito. Y entonces, porque ahora la invadía ese sentimiento de culpa? La inminencia de la muerte le había devuelto esa vulnerabilidad que creía perdida. Y los miedos. Y la falta. De no estar allí en el momento previo. Lo que ahora interpretaba como falta de valentía. El miedo que la invadía. Pero se encontraba ahora con Waslala, el lugar utópico que se busca, para ratificarle que lo indefectible pasa. Para consolarla. La partida. La suya pero también la de su madre. La de Melisandra. Que es también la llegada a la tierra prometida. Un espacio tiempo que no existe porque hay que construirlo. Ahora la única opción era asumirla…
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