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La cinchona en el Viejo Mundo

 

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Ilustración copyright Sofia Suciu

 

A la Cinchona la conocí estando en el Viejo Continente. O mejor: conocí lo que decían de ella, a traves de textos y de conferencias y descubrí que despierta muchas pasiones entre historiadores y botánicos. La llaman quinquina. Viene de los Andes. Dicen que la llamaban quina quina por éstos lares. Aunque pudo haberse tratado de otro árbol, puede ser. En todo caso era recetada para curar las fiebres intermitentes y por eso viajó desde los Andes hasta el Viejo Continente. Buscaban la aclimatación. Es aún utilizada por nuestros ancestros para curarse de muchas cosas....


 

 

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Ilustración copyright Sofia Suciu

 

A la Cinchona la conocí estando en el Viejo Continente. O mejor: conocí lo que decían de ella, a traves de textos y de conferencias y descubrí que despierta muchas pasiones entre historiadores y botánicos. La llaman quinquina. Viene de los Andes. Dicen que la llamaban quina quina por éstos lares. Aunque pudo haberse tratado de otro árbol, puede ser. En todo caso era recetada para curar las fiebres intermitentes y por eso viajó desde los Andes hasta el Viejo Continente. Buscaban la aclimatación. Es aún utilizada por nuestros ancestros para curarse de muchas cosas....


 

de pájaros y de migraciones

26/05/2020

 

A mi querida Claudia E.

Antonella había anunciado su intención de viajar al país del sol naciente.

De la nada. De la noche a la mañana. El contacto estaba hecho. Su padre, desconfiado al inicio, se había dejado seducir por el viaje, y todo el ensueño del viaje. No había hecho muchas preguntas. Sólo las que consideró perentorias.

Su madre calló. Podía ser la prudencia o simplemente el presentimiento. Ese don mágico. La embargó una tristeza profunda, sin embargo.

Antonella hablaba sin pausa. Era una de las características de su personalidad, siempre. Había relatado en un minuto, dónde había conocido a la familia que pensaba contratarla, cómo habían organizado todos los trámites administrativos, cúantos niños debía cuidar. Necesitaban chicas jóvenes para el trabajo. Aludió al dinero que podría enviar. Podría trabajar en otras cosas, pensó después. Así habían empezado sus primas y ahora enviaban regularmente dinero. Para ellas, todo comenzó con un viaje de turismo que se prolongó en la clandestinidad. No había terminado tan mal en todo caso. Se habían casado. Habían echado raíces. Es cierto que no se habían casado por amor. Es cierto también que habían renunciado a volver al país mientras construían esas raíces. Por imposición legal. Mientras un documento volvía su clandestinidad legal. Es cierto que ese era el precio que debían pagar, nadie lo había planteado de esa forma, pero era el precio que debían pagar.

Lo que pasó después sucedió en el transcurso de una sola noche alargada. Pero habían pasado cuatro meses. Recuerda su llegada a casa nuevamente. Abatida. Con su madre. De la mano de su madre. En su memoria se habían quedado el miedo y la violencia y la zozobra. Y el blanco sobre blanco. El blanco de las batas del personal del hospital donde su madre la vino a buscar. Con la imposibilidad de comunicarse.  Nunca encontró un hogar allá. Ni la Fortuna, diosa que se hace desear tanto. Vivió varias vidas de historias ininteligibles. Inefables en todo caso. Difusas a más no poder. Su libertad le fue confiscada. Aparentemente su cuerpo también. Seguramente. Nadie supo la razón de los envíos de dinero que consiguió hacer al principio. Fueron providenciales para el viaje de su madre. Para recuperarla. Era la Fortuna, definitivamente.

Esa historia había resonado durante mucho tiempo en el vecindario de La Garza allá en la falda de la montaña, en uno de los suburbios más conocidos de la ciudad, por su densidad. Y particularmente en la cabeza de Helena. Al fin y al cabo era su mejor amiga. Al fin y al cabo nunca la habían evocado. Esa historia. De manera particular después de leer 2666. Un frío en la espalda la estremecía cuando recordaba los relatos. Pareciera algo tan cotidiano en el mundo de ahora. Lo que no era cotidiano era el milagro del retorno de Antonella. Por mucho tiempo, después del suceso, en sus encuentros solían rememorar las aventuras de sus vidas infantiles. Se conocían desde siempre. Podrían concederse ese momento de olvido, pensaban.

En todo caso, ese acontecimiento de Antonella convertía la idea del viaje en algo ominoso. De miedo. Como en el caso de Truman. Pero había también el sentimiento que podría ser de otra manera. Un día ese sentimiento se convirtió en una certeza.  Soñó que podría viajar a cuidar niños. A vivir en una ciudad al lado del mar. Sentir la textura de la arena entrando por cada uno de los dedos de su mano en un paisaje de azules. A aprender otras lenguas. A conocer otras vidas y a vivirlas. A dar rienda suelta a su curiosidad. Sin que el dinero fuese un impedimento. Una cadena. Es cierto que podría hacerlo en su país, pero justamente esa era la intuición. Necesitaba hacerlo lejos. Necesitaba tomar mucho de la fuerza de Antonella y reivindicar el derecho al sueño…. merece lo que sueñas  había escrito Octavio Paz.

 

Hablar en lenguas

03/05/2020

La consigna estaba diseñada desde sus 11 años. Querer es poder, era el nombre de aquel libro que su madrina le había obsequiado, con aquella sonrisa y el discurso solemne que la acompañaba. Solo tenía que desearlo, la intención era lo que contaba, como en el crimen. A sus 25 años quiso ponerlo a prueba. No antes. No conscientemente antes. Se inscribió en clases de lengua extranjera con una concentración y un ahínco desmesurado. A pesar de su timidez e intentando dejar de lado su obsesión por la gramática. Le inquietaba demasiado el hecho de poder hablar en lenguas. Esa expresión que había tantas veces escuchado en las interminables mañanas de iglesia protestante que su padre le imponía. Ver a la gente poseída que dominaba otros idiomas que resultaban incomprensibles. Tal vez había una precisión increíble y una mesura en los gestos, que ella sin embargo no alcanzaba a descifrar.

Pero se dio cuenta demasiado pronto o demasiado tarde que la lengua, su lengua materna, era un bastón, una muleta, del que le costaba liberarse. Más que eso, era su manera de prolongarse en el mundo, de estar en el mundo. Desde pequeña le fascinaba perderse en las conversaciones de cada uno de los pasajeros del bus que tomaba. Repleto de gente, repleto de historias. Repleto de maneras de contar las historias. Se perdía en cada detalle de lo que la gente contaba. Sometía a una larga reflexión las palabras que utilizaban, su forma, su cadencia. De allí salía un sistema de clasificación exquisito: personas que usan mucho el estar, el yo y el ego, personas a las que no le gustaban las palabras usuales, que se esforzaban por no usarlas, personas sin don para la palabra, sin ritmo, sin alma…, personas de hablar rápido, tacaño o desmesurado, cortado o con aliento, en argot, o con el don de la palabra…

A eso endilgó la ausencia del espíritu de la facilidad que parecía invadir los más jóvenes de la clase.  Quiso entrar en los recovecos de la nueva lengua, sin cambiar lo que ya poseía. Viajó lejos, buscando la fluidez que ya estaba irremediablemente perdida. Era un desafío que había perdido pero que no podía darse el lujo de perder. Porque era cuestión de sobrevivencia. Porque habían olvidado decirle que no es solo cuestión de deseo, porque de eso le sobraba. Era cuestión de trayectoria, de miedo, de todo lo que significa poseer otra lengua, porque la apropiación de una lengua es más que el simple deseo. Al fin y al cabo, todo pasaba por la lengua. La enunciación, claramente, la manera de enunciar, obvio. No solamente era como olvidar la suya propia, era como olvidar la manera como había aprehendido el mundo hasta ahora. La forma de distinguir las diferentes personas. Lo forma de distinguirse de las otras personas. Las palabras que hacía propias. En tierras extranjeras había aceptado el reto sin saber cuánto significaba para ella.

Era demasiado vieja y era demasiado el viaje para darse cuenta de todo eso. O tenía demasiados prejuicios. O demasiados miedos. Y todo eso se reflejaba en la lengua. Deseó muchas veces no saber, como Alvaro de Campos, no ser consciente de todo eso, para poder avanzar, sin la consciencia que era miedo al mismo tiempo. Cómo decirlo? Como decirlo? La pregunta eterna que se volvió parte de su cotidiano. Como respuesta, como justificación, como pregunta. Para entender porqué no era capaz, para darle un sentido a la imposibilidad de avanzar, aunque ya lo estaba haciendo. Para darle una respuesta a la incomprensión del otro. Porque habían puesto demasiadas expectativas. Era cuestión de códigos también. La lengua no aparece ex machina, viene de algo, una manera particular de aprehender el mundo. Y eso lo entendía ella después de tantas vueltas al sol. Era tal vez demasiado tarde y sin embargo no había vuelta de hoja. Se encontraba en el borde, donde lo irreversible comienza a anunciarse. Poco a poco dejó atrás la sonrisa de sus padres, que le confería tanta seguridad y pasó al instante presente: Bonjour, Magasin de jouets, le petit dinosaure,  comment je peux vous être utile?  

 

Cucurrucucu Paloma...

21/04/2020

 

Cómo sufría por ella que hasta en su muerte la fue llamando…con la voz de Caetano Veloso. Un momento irrepetible, único, pensaba Ariana. Ahora. En el momento surrealista que estaba atravesando. La muerte. Palabra impronunciable. Recuerda que para decirlo por la primera vez tuvo que recurrir a otra lengua. Ma mère est décédée! Tartamudear. Para que le fuera extraño. Para que no sonara habitual. Para que la muerte le siguiera pareciendo algo ajeno. En la distancia. Lejos, inalcanzable. Sumándose a la distancia que hacía todo más impreciso, más surreal. Ubicándose en ese espacio de lo ininteligible. De la no presencia. Abriendo una brecha más, una capa más a la imposibilidad de estar allí. De estar presente. Estaba ausente. La madre estaba ahora ausente. Y ella también lo estaba. Lo había estado.

Se preguntaba si eso mismo había sentido su madre cuando la vio partir. Hacía otro país. Otra lógica pero la misma partida, y el duelo? Porque en su horizonte, el de su madre, esa posibilidad de la partida nunca existió. No estaba allí. Ariana había leído en alguna parte que los aztecas, cuando vieron los barcos de los españoles a lo lejos, no pudieron imaginar de lo que se trataba. Literalmente se quedaron con la imposibilidad de imaginar algo que era inimaginable. Así su madre. Lo sentía en permanencia en las llamadas telefónicas donde nunca se aludía a esa tristeza. Como las madres de su generación, a la suya le había sido inculcado el dogma del sufrimiento en silencio. Su fatalidad. Su sacrificio. Como una prueba de amor. En la lógica de la proyección que se transmite de madre a hija. No tenía que decirlo para que Ariana entendiera. En la distancia. A través de la distancia. Ariana había osado romper el hechizo y la cadena: casarse, tener hijos, acompañar a sus padres. Aunque para Ariana todo eso era aún posible, en el infinito de posibilidades que se abrían ante ella misma. Pero de otra forma. En otro momento. No en el ahora. Era cierto que había roto el hechizo. Y la lógica de la continuidad que lo acompañaba. La atormentaba que el sacrificio de su madre hubiese sido en vano. Dentro de esa lógica de las compensaciones y de sacrificios. No podía no quedarse atrapada en ella. En la lógica. En su manto y bajo su abrigo. Pero lo sentía como una culpa al no poder corresponder de la forma indicada. Como una traición que ella hubiese planeado cobardemente y fríamente. ¿Además, por qué razón había ella trocado todo eso? ¿Por estar sola, lejos del nido? ¿Sin un proyecto definido?

Sola. Como si Ariana no estuviese deseando ese momento de poder estar con ella misma. Sola. Era la única palabra que retenía su madre. Como si eso fuera el castigo. Ahora todos los recuerdos le venían a la memoria, directo desde su corazón, cuando caminaba cerca del Père Lachaise, justamente con el deseo de anticiparse a la muerte. Queriendo ganarle una de las batallas. Visitándola de cerca. Siempre le había gustado el aura que emanaba de ese lugar. Calma. Calma. Era lo primero que se le venía a la cabeza. Pero hoy su cabeza ya no estaba allí. Ni siquiera para los asuntos prácticos que, afortunadamente, sus hermanos se habían encargado de evitarle. Pero quedaba aún el tema del viaje. Indefectible. El viaje en avión hasta su tierra. Debía al menos organizar eso. Desde la precariedad de sus años viviendo lejos del hogar. Porque ni siquiera una estabilidad económica había conseguido. A quien le importaba siempre y cuando hubiese obtenido la libertad de poder emanciparse de esa estabilidad económica. A ella al menos no.  Había sido su decisión la de procurarse un trabajo de medio tiempo, no dos, ni tres. Y legal. Para escapar a algunos estereotipos. Su elección fue su libertad. De elegir qué hacer, cómo hacerlo. Las diosas de la Fortuna y de la Suerte no la abandonaron. La ciudad de la luz rosa la acogió sin reservas. Pareciera que estuviese destinada a esa ciudad que se acomodaba perfectamente a su ser. Fue generosa y dadivosa. Y se acostumbró a esa facilidad. Tanto que logró recrearla para su familia. Le don du partage. Sin reservas. Porque todo le había sido concedido en esa ciudad.  La ciudad entera se le daba. Porque era su contribución. Abrir un intersticio. Para entrever que era posible. Contarse otra historia. Porque había seguido las pistas. Todo lo que el mundo le había hablado.  Y su convicción fue que su madre lo había entendido. Había terminado por entenderlo. No había delito. Y entonces, porque ahora la invadía ese sentimiento de culpa? La inminencia de la muerte le había devuelto esa vulnerabilidad que creía perdida. Y los miedos. Y la falta. De no estar allí en el momento previo. Lo que ahora interpretaba como falta de valentía. El miedo que la invadía. Pero se encontraba ahora con Waslala, el lugar utópico que se busca, para ratificarle que lo indefectible pasa. Para consolarla. La partida. La suya pero también la de su madre. La de Melisandra. Que es también la llegada a la tierra prometida. Un espacio tiempo que no existe porque hay que construirlo. Ahora la única opción era asumirla…

Viajar desde el Sur...

24/04/2019

Ella decidió que podía cumplir ese sueño que siempre le había parecido inaccesible. Simplemente no lo pensó, solo lo soñó y pensó que podía realizarlo. Pasar del otro lado del océano y construirse una vida,  sin deudas ni compensaciones. No amasó fortuna pero siempre contó con la  Fortuna y la Buena Estrella. Se dejó convencer por ese sueño, decidió de su suerte, o pensó que lo hacía y se encaminó hacia su libertad, se liberó de su antigua libertad concedida a cuenta gotas. Se olvidó de sus deudas, de las simbólicas, ineluctables, indecibles, pero al fin y al cabo presentes, se olvidó que provenía de una familia de clase media, obvió los pequeños detalles, obvió que la familia en su tradición significaba “amor ligado al lugar”. A un solo lugar. Amor sedentario al fin de cuentas. Estar todos en el mismo lugar. Obvió que la tradición y el amor de familia proscribía una ausencia total y sin sustitutos. Olvidó compensarla con prosperidad económica, o con otra familia, fiel reflejo de la que había dejado, o con sacrificio, ideal analgésico para curar la infamia que había provocado. Simplemente pretendió que era inexistente en ese mundo. Que no tenía nada que cumplir en ese mundo. Ninguna promesa que fuera en contra de su deseo. No era cuestión de culpas, y sin embargo ella estaba allí. Siempre presente en esas sociedades latinoamericanas que vilipendian tanto a la madre, a la diosa, y que mueren por la falta de ellas.  El mal del olvido, le decían; el mal de olvido ya no lo recordaba.

Viajó y se pobló y se despobló de sueños y de prejuicios y de ilusiones. Aprendió a volar y a caer y a sentir el leve peso de su cuerpo, libre de las ataduras de otros tiempos. Creyó que tenía alas. Vivió el amor de otra manera con todo el drama de una niña que se pierde por primera vez en el bosque, admirando la belleza de cada árbol y temiendo el poder de cada árbol, toda su culpa en esa pérdida. Le asignó más poder a la belleza de ese instante bañado en hongos de todos los colores que a la aventura de una vida detrás de una sola piel, lo cual de otra parte correspondía muy bien a su temperamento géminis que siempre vio como ineluctable. Sintió que podía liberarse de eso. Dejar de ver todos los espejos- retratos -relatos al mismo tiempo y simplemente pasar al otro lado.  Espejo tiempo de un rostro que se había detenido. Con humildad y con orgullo también. Imperceptible como las aguas, sutil y sin ruido, pero produciendo estragos. Como una noche de luna llena, tranquila, deja levemente anunciar que ya está allí.

Su padre enfermó de tristeza, no pudo soportar la ausencia, la de ella, la de la otra que había partido y la de muchas otras que también lo habían dejado, pero sobretodo su propia ausencia, mediada por la culpa, muro enorme construido con tanto de ideología. Culpa por lo que pudo haber sido, por lo que pudo haber hecho, por lo que no pudo haber sido. Súbitamente, se enfrentó a lo injustificable: el vacío, la ausencia. Echó mano de sus raíces, se apoyó en sus creencias, quiso también poder escaparse. Sin éxito. Quedó irremediablemente atrapado en eso que había construido muchos años antes. Entre el amor y el orgullo, como personaje de Poe, su corazón latiendo más fuerte, hizo que se volviera egoísta. Todo. El corazón, la idea, la palabra. Quiso retenerla, a ella, a la palabra que le había sido dada, donada, ofrecida. Era su único tesoro. Ella. Esa promesa implícita. Su generosidad se convirtió en ruego, en súplica tácita. Hizo un llamado a todas las potencias, necesitaba un nuevo bastón, sólo para tenerse, para ver el Norte, a donde ella había partido, para no perder el sentido, los sentidos. Ningún otro amor le era indispensable, sólo el de la ausente, las ausentes.  El de los hombres ya no era posible.  Sociedad patriarcal que se olvidó de ese amor de padre. Que lo reduce, que lo ciega, que lo aniquila… por asfixia, por saturación, mucha saturación.

Ella sucumbió al delirio de la elección. No tuvo opción y por eso agradeció las que le habían sido acordadas. Las rechazó todas sin embargo y se quedó con lo único que le quedaba: lo que había construido del otro lado del mundo. Con el otro mundo. Sin ninguna economía y derrochando vida. De todas maneras ya no podía ser de otra manera. Tenía al tiempo a su favor, o a su espalda o en su contra. El tiempo que dio cuenta de su padre, sometiéndolo al silencio y al desarraigo y a la melancolía. Paradójicamente ella descubrió sus raíces en la distancia. Paradójicamente se dio cuenta de que era un árbol. No era ya cuestión de tiempo y aún con el último suspiro de la noche, pensó que le era permitido hacerlo.