La consigna estaba diseñada desde sus 11 años. Querer es poder, era el nombre de aquel libro que su madrina le había obsequiado, con aquella sonrisa y el discurso solemne que la acompañaba. Solo tenía que desearlo, la intención era lo que contaba, como en el crimen. A sus 25 años quiso ponerlo a prueba. No antes. No conscientemente antes. Se inscribió en clases de lengua extranjera con una concentración y un ahínco desmesurado. A pesar de su timidez e intentando dejar de lado su obsesión por la gramática. Le inquietaba demasiado el hecho de poder hablar en lenguas. Esa expresión que había tantas veces escuchado en las interminables mañanas de iglesia protestante que su padre le imponía. Ver a la gente poseída que dominaba otros idiomas que resultaban incomprensibles. Tal vez había una precisión increíble y una mesura en los gestos, que ella sin embargo no alcanzaba a descifrar.
Pero se dio cuenta demasiado pronto o demasiado tarde que la lengua, su lengua materna, era un bastón, una muleta, del que le costaba liberarse. Más que eso, era su manera de prolongarse en el mundo, de estar en el mundo. Desde pequeña le fascinaba perderse en las conversaciones de cada uno de los pasajeros del bus que tomaba. Repleto de gente, repleto de historias. Repleto de maneras de contar las historias. Se perdía en cada detalle de lo que la gente contaba. Sometía a una larga reflexión las palabras que utilizaban, su forma, su cadencia. De allí salía un sistema de clasificación exquisito: personas que usan mucho el estar, el yo y el ego, personas a las que no le gustaban las palabras usuales, que se esforzaban por no usarlas, personas sin don para la palabra, sin ritmo, sin alma…, personas de hablar rápido, tacaño o desmesurado, cortado o con aliento, en argot, o con el don de la palabra…
A eso endilgó la ausencia del espíritu de la facilidad que parecía invadir los más jóvenes de la clase. Quiso entrar en los recovecos de la nueva lengua, sin cambiar lo que ya poseía. Viajó lejos, buscando la fluidez que ya estaba irremediablemente perdida. Era un desafío que había perdido pero que no podía darse el lujo de perder. Porque era cuestión de sobrevivencia. Porque habían olvidado decirle que no es solo cuestión de deseo, porque de eso le sobraba. Era cuestión de trayectoria, de miedo, de todo lo que significa poseer otra lengua, porque la apropiación de una lengua es más que el simple deseo. Al fin y al cabo, todo pasaba por la lengua. La enunciación, claramente, la manera de enunciar, obvio. No solamente era como olvidar la suya propia, era como olvidar la manera como había aprehendido el mundo hasta ahora. La forma de distinguir las diferentes personas. Lo forma de distinguirse de las otras personas. Las palabras que hacía propias. En tierras extranjeras había aceptado el reto sin saber cuánto significaba para ella.
Era demasiado vieja y era demasiado el viaje para darse cuenta de todo eso. O tenía demasiados prejuicios. O demasiados miedos. Y todo eso se reflejaba en la lengua. Deseó muchas veces no saber, como Alvaro de Campos, no ser consciente de todo eso, para poder avanzar, sin la consciencia que era miedo al mismo tiempo. Cómo decirlo? Como decirlo? La pregunta eterna que se volvió parte de su cotidiano. Como respuesta, como justificación, como pregunta. Para entender porqué no era capaz, para darle un sentido a la imposibilidad de avanzar, aunque ya lo estaba haciendo. Para darle una respuesta a la incomprensión del otro. Porque habían puesto demasiadas expectativas. Era cuestión de códigos también. La lengua no aparece ex machina, viene de algo, una manera particular de aprehender el mundo. Y eso lo entendía ella después de tantas vueltas al sol. Era tal vez demasiado tarde y sin embargo no había vuelta de hoja. Se encontraba en el borde, donde lo irreversible comienza a anunciarse. Poco a poco dejó atrás la sonrisa de sus padres, que le confería tanta seguridad y pasó al instante presente: Bonjour, Magasin de jouets, le petit dinosaure, comment je peux vous être utile?
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