- Accueil
- Blog
Herbario emocional
Ilustración copyright Andrea Paola Castillo
Este blog nació con la idea de curarse: Hay muchas maneras de curarse, hay mucho de lo cual curarse…
Me gustan las plantas... me gusta la escritura...y descubrí que las dos producen ese efecto curativo. Me gustan sus colores, sus olores, las historias que nos cuentan de ellas o sobre ellas, los viajes que han hecho... Los encuentros entre las dos, son historias: puede ser el recuerdo de aquel secreto que nos insuflaron nuestros ancestros antes de que lo olvidáramos… los olvidáramos. O el recuerdo que sigue intacto en la memoria, porque hacen parte de eso que llamamos identidad. La sábila que mi madre ponía detrás de la puerta que nunca entendí...a pesar de las mil veces que le pregunté por ella, el eucalipto para los pulmones, la yerba buena para las aromáticas...y la ruda... planta de brujas, de curas, planta mágica para la menstruación, para el equilibrio... sóla o mezclada...mil veces revisitada.
De éste lado del océano, del viejo mundo, donde las plantas obedecen a otros nombres, recuerdan otras historias: la del perejil, la albahaca, el tomillo.. Las plantas se cruzan todo el tiempo en nuestro recorrido : comiéndolas, tomándolas, consumiéndolas, o sólo viéndolas, sintiéndolas, nombrándolas, presintiéndolas. Y producen un efecto mágico. Esas son las historias. Muchas de ellas cuentan las relaciones que se tejen entre las dos o las tres (las plantas, las historias y yo) son solo mías. Otras son historias con el nombre de una planta, solo por el placer de la evocación. Lecturas del mundo que hacemos y que corresponden a una cierto tramado de nuestro ser. Un cúmulo de experiencias, de sentimientos que se hacen cuerpo. Empezando por el origen, el árbol…
Lo que escribo son pues, los cuentos que me cuento, o de lo que veo que otros se cuentan, mi percepción en todo caso, con todo lo que se revela y se rebela a través de las lecturas, las perspectivas, las palabras y los silencios. Lo que nos queda en el corazón y en la memoria es materia para la escritura. Con todo su peso o toda su levedad, con la angustia del olvido también y de lo que aflora sin que la conciencia se de cuenta. Cuente.
Y sabiendo que hay cosas que no pasan por la palabra. Encuentros indecibles. Que no cuentan, y que no se pueden contar. Pero que afloran, diría, a pesar de la palabra, en sus filigranas. Haciendo eco de las otras historias o de los otros cuentos, de todos los otros y las otras. A buen entendedor….
Simplemente una historia…nada más ni nada menos que una historia…
Se trata de creer en cuentos...en encuentros que llegan de manera fortuita, siempre fortuita y siempre en el buen momento...
Se trata de creer en cuentos pero no en todos los cuentos....
Se trata de contar (se) cuentos, construir historias para hacerse o para deshacerse, relatos que aten nuestra historia común, lo que permanece y lo que cambia que es particular y universal también.
Se trata de intuir que el mundo nos habla... está en permanente comunicación y cambia...
Se trata de buscar espejos para acercarse o para alejarse, a través de una escritura performativa que haga lo que diga...
Viajes interiores y exteriores hechos de intuición y de historia de historias
Le 23/06/2020
El lugar parecía más una oficina de turismo, con grandes ventanales al interior de un edificio moderno. Nunca pensó que el conocido Doctor Hernández se encontrara allí. Se lo había imaginado en un espacio diminuto, sin luz, nictálope. Con el aire caliente, en una sala de estar que sofocaba. Con rostros afligidos y que la interrogaban desde el instante en que cruzara la puerta. El espectáculo triste de la desesperación y la desesperanza.
Pocos años después se acordaría de esa primera impresión cuando la contrastó con otra. La de su encuentro con aquel mago fabulado en aquel bar del 12eme arrondissement. Una especie de héroe, aunque, interpretando su signo lunar, ya le había sido dicho varias veces, que no era propensa a creer en héroes. Un encuentro improbable, en todo caso. ¿Acaso podía ser de otra manera? En ese instante, la Suerte quiso que le fuese otorgado el privilegio de la lectura de cartas.
Pero ahora, en este presente, se trataba de otra especie de encantamiento. Otro mago. La oficina en la que se encontraba parecía ignorar, o quizás esconder, cualquier vestigio de fatalidad, con la que la enfermedad solía vestirse. Sabina iba preparada para una gran dosis de azar y de incertidumbre, pero el escenario que se le presentó no se adecuaba a su percepción.
Cuando su colega Edith le había propuesto una cita con el famoso doctor Gregorio Hernández, Sabina tomó un tiempo en responder. Súbitamente su memoria evocó los recorridos en el bus que la llevaba desde su casa hasta el centro de la ciudad. Ese lugar de agitaciones, de la memoria histórica, tantas veces colonizada y remodelada para olvidar y recordar al mismo tiempo. Cuando se aproximaba, desfilaban a través de su ventana, todos aquellos promotores de la felicidad o prometeos, que pululaban en la avenida principal. Por medio de cartas, de pócimas, de sortilegios…En nombre de los dioses, o de los mortales, de los inmortales, de los ancestros, su principal misión era la de llevar al hombre bienes de origen divino, aparentemente: la felicidad, el amor. Pero no era eso de lo que se trataba. Era finalmente un affaire de humanos. De cadenas. No el amor, sino traer al ser amado. No la felicidad, sino el dinero que podría comprarla. Sabina se había preguntado miles de veces, cómo aquellos mercaderes de lo intangible, lograban negociar los matices entre esas dos ideas. En pequeñas dosis de comprimidos o ungüentos o preparaciones. Con fe tal vez.
- Tienes que pedir una cita con el Doctor Sergio Otálora. – había dicho Edith, con una alta dosis de optimismo cuando vio a Sabina pálida, pesada, cargando todo el peso de su feminidad en su vientre.
- El trabaja con Gregorio Hernández y ha curado a mi tía de un cáncer.
- Gregorio Hernández? ¿No era ese un médico muerto hacía mucho tiempo? Yo no creo en esas cosas- había esbozado secamente Sabina.
Frente a la evidencia de la curación, sin embargo, cualquier otro argumento parecía inocuo. Aún el de la fe. Para reforzarlo, Edith mencionó las sinuosidades por las que su tía había tenido que atravesar, para soportar esa enfermedad, el miedo a la muerte que puede ser más fatal que la muerte misma…
- ¿Por qué no? Dijo tímidamente Sabina queriendo encontrar una respuesta más propicia para eludir un no directo.
Gregorio Hernández tomaba entonces la forma de un señor de traje, de la Bogotá de los años 20, con un bigote bien cuidado. Un médico reputado. Había visto su foto en alguna de las fachadas de aquellos mercados en los que se convertían todas esas tiendas, en uno de sus viajes hacía el centro. Nunca supo si esa imagen se ajustaba a alguna forma de realidad. De todas formas, no era de eso de lo que se trataba aquí – pensaba Sabina mientras trataba de imprimirle un poco de encanto a esa sala de espera inmaculada y despojada de todo misterio.
No tuvo tiempo para más elucubraciones. La suerte estaba echada y cuando se percató, se encontraba siguiendo a un señor de baja estatura, sin ningún tipo de blusa de doctor. Cuando le fue pedido, repitió su historia sin convicción, como solía hacerlo en el tiempo de éste ahora de su enfermedad, y olvidó a su interlocutor. O casi. Porque mientras sus palabras tomaban una forma propia, evadiendo cualquier razonamiento, decidió que no habría lugar a ninguna desnudez. Ninguna sobre exposición en nombre de la ciencia. Al fin y al cabo no era de ciencia de lo que se trataba aquí.
Y entonces y sin ningún preámbulo, sucedió. En un abrir y cerrar de ojos, literalmente. El semblante del doctor que tenía en frente se asemejaba ahora al de Charles Dexter. Su voz había tomado un tono mas grave. Miraba al infinito. Estaba poseído. Esa voz extraña le preguntó a Sabina nuevamente, acerca de sus síntomas. Iba a replicar que ya lo había dicho pero se contuvo. Lo dijo de nuevo. Sabina tuvo la sensación que después de un minuto de silencio, la incomprensión lo invadió. A él. Aunque Sabina detalló sus emociones de la mejor manera que pudo. Porque era cuestión de emociones también. Tal vez, los dolores menstruales no eran tema de consulta en los tiempos del Doctor Hernández. Contra todo pronóstico, el rito se terminó con una prescripción médica que incluía huevos de pato, y algo de dolipran. Y otra cosa también…Nada de hierbas pensó. Consideró eso como un mal augurio.
Consideró entonces que seguir la formula al pie de la letra era una opción entre otras. Modificó algunos ingredientes. Edith le había sin embargo advertido acerca de lo otro. El doctor había fijado la fecha: 23 de agosto. En dos semanas. Debía preparar su mesa de noche con algunos productos, alcohol y algodón principalmente y esperar y luego de eso, tomar una semana de reposo. Se hizo a la idea algunas noches previas. Esperando. Se imaginó las maneras de caer en un sueño profundo para no sentir. Pensó en la hierba bendita, pero debía evitar las interferencias con la operación. No sabía de qué naturaleza eran las potencias que ahora iba a invocar. La incertidumbre y la desolación la invadieron. Imaginó el rostro del que sería su visitante. No podía imaginarlo como uno de los monstros de Lovecraft, así que se dejó abatir por su naturaleza temerosa, donde lo desconocido podía tomar cualquier forma. Debía acompañar el ritual con una suerte de oración. Se lamentó de su falta de fe que podría ser útil en estos momentos. Si solamente pudiese despojarse de ese dolor sin tregua, anterior a todo su ser, en una sola noche…pensó.
Edith le insistió hasta la saciedad para que no desdeñase esta oportunidad. Para justificarse, Sabina se apoyó en su primera percepción, que sin embargo, no quiso compartir con Edith. Muy para sí misma exclamó:
- ¡Que va a saber el Doctor Hernández acerca de enfermedades de mujeres! Lo había intuido desde el primer momento. El hecho de que fuese sobrenatural no excluía su cara de asombro cuando Sabina había mencionado todos sus síntomas...Esa noche, antes de dormir tomó de su mesa de noche Historias extraordinarias de Edgar Allan Poe…
Le 26/05/2020
A mi querida Claudia E.
Antonella había anunciado su intención de viajar al país del sol naciente.
De la nada. De la noche a la mañana. El contacto estaba hecho. Su padre, desconfiado al inicio, se había dejado seducir por el viaje, y todo el ensueño del viaje. No había hecho muchas preguntas. Sólo las que consideró perentorias.
Su madre calló. Podía ser la prudencia o simplemente el presentimiento. Ese don mágico. La embargó una tristeza profunda, sin embargo.
Antonella hablaba sin pausa. Era una de las características de su personalidad, siempre. Había relatado en un minuto, dónde había conocido a la familia que pensaba contratarla, cómo habían organizado todos los trámites administrativos, cúantos niños debía cuidar. Necesitaban chicas jóvenes para el trabajo. Aludió al dinero que podría enviar. Podría trabajar en otras cosas, pensó después. Así habían empezado sus primas y ahora enviaban regularmente dinero. Para ellas, todo comenzó con un viaje de turismo que se prolongó en la clandestinidad. No había terminado tan mal en todo caso. Se habían casado. Habían echado raíces. Es cierto que no se habían casado por amor. Es cierto también que habían renunciado a volver al país mientras construían esas raíces. Por imposición legal. Mientras un documento volvía su clandestinidad legal. Es cierto que ese era el precio que debían pagar, nadie lo había planteado de esa forma, pero era el precio que debían pagar.
Lo que pasó después sucedió en el transcurso de una sola noche alargada. Pero habían pasado cuatro meses. Recuerda su llegada a casa nuevamente. Abatida. Con su madre. De la mano de su madre. En su memoria se habían quedado el miedo y la violencia y la zozobra. Y el blanco sobre blanco. El blanco de las batas del personal del hospital donde su madre la vino a buscar. Con la imposibilidad de comunicarse. Nunca encontró un hogar allá. Ni la Fortuna, diosa que se hace desear tanto. Vivió varias vidas de historias ininteligibles. Inefables en todo caso. Difusas a más no poder. Su libertad le fue confiscada. Aparentemente su cuerpo también. Seguramente. Nadie supo la razón de los envíos de dinero que consiguió hacer al principio. Fueron providenciales para el viaje de su madre. Para recuperarla. Era la Fortuna, definitivamente.
Esa historia había resonado durante mucho tiempo en el vecindario de La Garza allá en la falda de la montaña, en uno de los suburbios más conocidos de la ciudad, por su densidad. Y particularmente en la cabeza de Helena. Al fin y al cabo era su mejor amiga. Al fin y al cabo nunca la habían evocado. Esa historia. De manera particular después de leer 2666. Un frío en la espalda la estremecía cuando recordaba los relatos. Pareciera algo tan cotidiano en el mundo de ahora. Lo que no era cotidiano era el milagro del retorno de Antonella. Por mucho tiempo, después del suceso, en sus encuentros solían rememorar las aventuras de sus vidas infantiles. Se conocían desde siempre. Podrían concederse ese momento de olvido, pensaban.
En todo caso, ese acontecimiento de Antonella convertía la idea del viaje en algo ominoso. De miedo. Como en el caso de Truman. Pero había también el sentimiento que podría ser de otra manera. Un día ese sentimiento se convirtió en una certeza. Soñó que podría viajar a cuidar niños. A vivir en una ciudad al lado del mar. Sentir la textura de la arena entrando por cada uno de los dedos de su mano en un paisaje de azules. A aprender otras lenguas. A conocer otras vidas y a vivirlas. A dar rienda suelta a su curiosidad. Sin que el dinero fuese un impedimento. Una cadena. Es cierto que podría hacerlo en su país, pero justamente esa era la intuición. Necesitaba hacerlo lejos. Necesitaba tomar mucho de la fuerza de Antonella y reivindicar el derecho al sueño…. merece lo que sueñas había escrito Octavio Paz.
Le 18/05/2020
Su madre volvía de la verdulería del barrio. Un protocolo que se realizaba siempre a dos, tres veces por semana. Pero ésta vez estaba disculpada por sus dolores menstruales. Así que a su llegada, la ayudó a arreglar todos los alimentos en el refrigerador. Para pasar luego a la preparación. El rol de asistente que le era asignado a Sabina en las labores de la cocina no le convenía realmente. Prefería crear. Inventar nuevas cosas. Asociaciones. A riesgo de decepcionar los principios básicos de la comida familiar. De las costumbres. Tampoco se imaginaba sin embargo, en las labores mecánicas que su padre repartía a cada uno de sus hermanos religiosamente para los sábados y los domingos. El viejo taxi de los 80s era un excelente laboratorio de experimentación. De todas formas nunca le había sido propuesto. Tal vez necesitaría dicha experiencia cuando comprara su primer carro, primera señal visible de la ascensión social. Porque el equipo de sonido con los parlantes ultra potentes ya no era ninguna señal. Se había convertido en el elemento de poder que enfrentaba a cada uno de sus vecinos en las mañanas de vacaciones, a ritmo de reguetón, y por supuesto, de vallenatos de todos los tonos. Aunque el repertorio podría incluir merengue también, placer de los poco avezados en el baile, o la salsa, que presuponía otro tipo de ascensión social. En su casa en todo caso, tampoco escapaban a ese ritual.
- Tal vez ni siquiera quiera tener un carro. Igual no sé nada de mecánica. – dijo, haciendo su pensamiento palabra e interrumpiendo el momento solemne del café de las 4 de la tarde.
- Si, si, cuando sea el momento indicado lo necesitarás. Y no te preocupes por las cuestiones de mecánica – dijo su padre con ese halo de misterio del que conoce perfectamente lo que va a suceder.
- No me lo puedo imaginar – dijo Sabina, pareciendo más segura que la sentencia que acababa de escuchar. Era verdad. Era sobretodo de una sinceridad extrema. Había cosas que no aparecían en el horizonte tan vasto e infinito de su imaginación. No en ese presente, en todo caso.
La conversación seguía girando en torno a los carros. Pero podría perfectamente aplicarse a tantos otros aspectos. Era singular y universal. Ahora recordaba aquella película sobre la mécanique du cœur. Hasta para el amor podría funcionar. Su reflexión fue interrumpida por el sonido grave del teléfono en la sala y la voz de su amiga Renata. Quería verla. Podría pasar a visitarla a su casa.
- Estoy embarazada. – le dijo Renata, luego del saludo emotivo que se dieron.
- En serio? Era la expresión de Sabina cuando el repertorio de las palabras se agotaban. Para darse ese minuto de silencio. Quiso leer un poco en las emociones de su amiga. Sólo para saber si debía felicitarla, o por el contrario, debía sentirse agobiada y dispuesta a todo para consolar a su amiga… o para actuar. Se confortó con la mirada de felicidad y optimismo que le devolvió Renata.
- Te imaginas? No lo puedo creer. Será el inicio de muchos cambios y desafíos.
Exacto. Sabina iba a comenzar con el inventario de las razones sociales, familiares y económicas que intervendrían en su contra, a sus dieciocho años, como le habían enseñado la mayoría de las telenovelas latinoamericanas, donde siempre estaba presente. Había aprendido así que el embarazo podía ser una cuestión de chantaje que jugaba siempre en contra del hombre. Pauvre naïf. Cuando se trataba de la protagonista, quien no podía escapar a ese destino, los desafíos se presentaban del tamaño de Hércules y sus trabajos, ni más ni menos, sólo para justificar el desenlace final consistente en tener a su hombre y tener el fruto de su amor, soñado, sacrificado, forever…
Prefirió una pregunta corta para comenzar. -Y Antonio ya lo sabe? -
- Si. Fue el primero en enterarse. El y su madre están felices. Siempre quiso ser abuela joven.
- Y tú ?
- Ahora me siento feliz – dijo, como si el momento del pánico ya hubiese pasado. Sin estragos. - Paso mis días a pensar en el momento exacto en el que mi vientre va comenzar a crecer, mis senos, me imagino el momento en que no podré ver mis pies. El momento de dar a luz. He leído tanto sobre la transformación del cuerpo. Es mágico. Es casi un proceso alquímico. De transmutación, …
Sabina no escuchaba más. Su pensamiento se diluyó en un espacio vago después de esas primeras palabras. Pudo vislumbrar ese momento único y místico del que Renata hablaba. Sólo por un instante. Se acompasaba bien con el carácter de resiliencia de su amiga, pensó. Y el gusto que siempre había tenido por los rituales. Cuando volvió a la conversación, Renata estaba concluyendo.
- Te imaginas? Te lo imaginas? - repetía Renata con el corazón en la mano, compungido por la emoción.
Sabina dudó bastante antes de responder porque la respuesta era no. Definitivamente no se lo podía imaginar…
Le 16/05/2020
Sabina sintió súbitamente su cuerpo sumergirse en un sueño profundo. Había decidido quedarse en casa. Su cuerpo ya lo había decidido. En mitad de una semana de obligaciones. Contra las recomendaciones de toda la familia. Porque ahora se había convertido en una cuestión de familia. Su dolor. Que por disposición social y familiar debía ser inexistente. Su pena. La pena de ver ese secreto develado. Algo que debía mantener secreto en todo caso. Sus reglas. Hace pocos días había descubierto que no era un dolor localizado. Se desplazaba. Con pasos de elefante en el país de las miniaturas. El agua de Ruda era la única compañera en esos días de soledad. Y el sueño. No era nada anormal que el mundo de Morfeo se ajustara perfectamente a su espíritu. Como evasión. Como espacio de silencio y de calma. Pero, para entrar en él, les medicamentos se habían vuelto necesarios. Codeína mezclada con naproxeno mezclada con un poco de Spasfom. Le adormecía el dolor. El elefante abandonaba sus pasos. Le fascinaba perderse en el negro sobre negro en el que se convertía su habitación. Sola. Queriendo camuflar esa melancolía en un espacio de silencio. Que hubiera preferido más largo pero que siempre era interrumpido por el sueño pesado. Que no le dejaba otra opción que entregarse. Sin resistencias. Como un arrullo. Suave…
Soñó que era una partícula de aire, ligera, con una consciencia plena que le permitía admirar los diferentes tonos de verde que tomaba la tierra. Recorrió incontables paisajes todos distintos y tan reales que podía tocarlos. Sintió una empatía, una necesidad de conexión. Devenir verde. Sólo mirando. Tan cerca y tan lejos, le parecía todo. Pero era real.
Se despertó en ese estado del entre dos. Se acordó de aquella historia sobre las neuronas-espejos que había leído en alguna parte. Como Alicia. Dispuso su computador para ver ese documental sobre el océano gigante. Observar. Para ciertos espíritus podría parecer la salida más facilista. Sólo para aquellos que pensaran que observar era una tarea fácil. Eso requería una precisión matemática. La habitó inmediatamente una sensación de bienestar. De estar allí. Sin miedo. Se hubiese creído una hija de todas las potencias que habitaban el inmenso océano de no ser por las historias de Lovecraft que le enseñaron a temer los dioses obscuros que engendran las profundidades. Eso la había alejado del mar por mucho tiempo. Lo amaba, la amaba, la mer, por encima de todas las cosas. Pero le temía. Era necesario cierto respeto, pensaba. Eso hacía que no pudiese sumergirse plenamente. Que no pudiese nadar. Que la aterrara. Pero ahora lo entendía. Entendía perfectamente ese devenir animal que la animaba por completo. Nada de imitación. Nada de hacer como sí. Podría vivir en el océano.
Le 12/05/2020
Sabina se arrellanó suavemente en el sillón de cuero situado a la entrada de la peluquería. No era uno de los lugares que frecuentara, pero tenían un pequeño ritual con Clarisse, de viernes a la salida la universidad. Una vez por mes. Mientras esperaban, veía cómo Clarisse se sumergía en los intrincados detalles de la vida pasada de los otros. Pasada, porque todas esas revistas desplegadas en la mesa de centro, databan de meses atrás, de relaciones que habían, entretanto, cambiado con la ligereza y la velocidad de la vida que no da espera, que se evalúa según el movimiento, la fuga…
- Puedes pasar enseguida – dijo súbitamente Clarisse, cuando vio que una de las personas había cumplido el protocolo y se aprestaba a salir.
- Preferiría que fueras tu primero, si no te importa – dijo tímidamente Sabina, pretendiendo que Clarisse entendería las razones.
- Mi madre me ha dicho que no me deje cortar el pelo de una mujer. Podría tener la menstruación -. Clarisse la miró sin entender y procedió a ubicarse en la silla para dar inicio al ritual.
Esa mirada que Sabina interpretó como acusadora, la había sumergido en una reflexión acerca de las consignas de su madre. ¿Aplicaría también para las relaciones de pareja? ¿Para las caricias sexuales? ¿entre mujeres? De pronto se imaginó que no se trataba sólo de las peluqueras, que podría ser ella la causante de eso que podría denominarse un mal de ojo, algo que se lanzaba sin que supiese muy bien el mecanismo de transmisión. Como un virus que se propagaba. ¿Estaría comprometida la idea del tatuaje que desde hace días venía rondando en su cabeza y debería entonces considerar la posibilidad de hacerse tatuar por un hombre? ¿Cuáles serían las nefastas influencias sobre su piel, sobre sus energías, si se tratara de una mujer con su menstruación la que procediera al acto?
Tantas preguntas sin respuestas quedaban selladas con la incertidumbre. Podía tratarse de asunto de poder. Había leído los poderes mágicos que habían acompañado a la mujer. Las plantas. Las brujas. Y su represión. Argumentos que se quedaban sin respuesta en el entorno familiar. Alguna vez había tratado de exponerlos frente alguna amiga de su madre, peluquera, quien, sabiendo las consecuencias inefables de la menstruación en su trabajo, la aceptaba como una suerte de fatalidad para sus clientas. Además – había agregado – a tus 14 años estas apenas al inicio del camino. Te falta tanto por aprender!
Cuatro años después Sabina no había podido encontrar una respuesta precisa. Ni la continuación de ese camino. Había leído sobre la magia, sobre la sangre, sobre el poder. Y en algún momento había propuesto a su madre conjugar ese hechizo con la Ruda. La planta mágica. La de todas las respuestas. Su madre había murmurado un inaudible hmmm, lejos de toda neutralidad y cargado de escepticismo que se exteriorizó cuando quiso completar su frase: Podría ser, pero es mejor no hacerlo. Lo cual sonó como el típico Bartleby : I would prefer not to
I would prefer not to…se había convertido en su frase preferida. Para éstos días de circulaciones truncadas. Su sangre. El conjuro había hecho efecto. Lo había presentido aún antes de que empezara la primera menstruación. Se la imaginó dolorosa. No había predicho la pesadez, sin embargo. La única que se le venía a la cabeza y al espíritu. Cuando el joven se le acercó para anunciarle que estaba disponible, tuvo la sensación de levantarse de la silla con un mundo sobre sus espaldas. Como Atlas. Claro que sería más exacto decir sobre su vientre. La imagen de Prometeo encadenado se ajustaba mejor a su estado de ánimo – pensó. Avanzó tímidamente y ocupó su lugar con un entusiasmo menguado.
- ¿Qué quieres para el día de hoy preciosa? -dijo el joven, con un tono dulce. Perfecto para la ocasión.
- Corte en capas y el flequillo – esbozó suavemente Sabina, dejándose arrullar por las palabras.
Se concedió ese momento de placer y se entregó a las suaves caricias con el que el joven se entregaba a su trabajo. Estaba lista para una noche de inspiración, de comunicación personal pero le fue propuesto, a cambio, una noche de copas, una noche loca…
Se armó de poder, de entusiasmo, de dos naproxenos para el dolor combinados con la codeína, para ignorarlo y de una dosis más grande de motivación y se dispuso a seguir a Clarisse.
Clarisse había previsto todo. Junto con sus dos compañeras de apartamento habían decorado la sala el día anterior. Aunque le gustaba el ambiente, Sabina seguía convencida que el ritual festivo no era el que mejor le convenía en éste momento. Le fascinaba la libertad que se respiraba en el lugar. Envidiaba que Clarisse hubiese venido de otra ciudad para hacer estudios en la capital. Eso justificaba el privilegio de vivir con amigas. Sola. Sin el protocolo de las autorizaciones para cada acto de su vida social o de su vida íntima…
Al son de mujer divina de Cheo Feliciano, Sabina se impregnó de las atmosferas de músicas cercanas. El gusto del aguardiente y el efecto que produjo en su vientre le pareció más eficaz que todos los naproxenos que había ingerido hacía dos horas. Al fin y al cabo no era la única mujer con la menstruación. Era algo normal. Se lo habían repetido. Debía repetírselo para creerlo. Aunque presentía que el conjuro ya se había producido. Demasiado tarde…
Le 03/05/2020
La consigna estaba diseñada desde sus 11 años. Querer es poder, era el nombre de aquel libro que su madrina le había obsequiado, con aquella sonrisa y el discurso solemne que la acompañaba. Solo tenía que desearlo, la intención era lo que contaba, como en el crimen. A sus 25 años quiso ponerlo a prueba. No antes. No conscientemente antes. Se inscribió en clases de lengua extranjera con una concentración y un ahínco desmesurado. A pesar de su timidez e intentando dejar de lado su obsesión por la gramática. Le inquietaba demasiado el hecho de poder hablar en lenguas. Esa expresión que había tantas veces escuchado en las interminables mañanas de iglesia protestante que su padre le imponía. Ver a la gente poseída que dominaba otros idiomas que resultaban incomprensibles. Tal vez había una precisión increíble y una mesura en los gestos, que ella sin embargo no alcanzaba a descifrar.
Pero se dio cuenta demasiado pronto o demasiado tarde que la lengua, su lengua materna, era un bastón, una muleta, del que le costaba liberarse. Más que eso, era su manera de prolongarse en el mundo, de estar en el mundo. Desde pequeña le fascinaba perderse en las conversaciones de cada uno de los pasajeros del bus que tomaba. Repleto de gente, repleto de historias. Repleto de maneras de contar las historias. Se perdía en cada detalle de lo que la gente contaba. Sometía a una larga reflexión las palabras que utilizaban, su forma, su cadencia. De allí salía un sistema de clasificación exquisito: personas que usan mucho el estar, el yo y el ego, personas a las que no le gustaban las palabras usuales, que se esforzaban por no usarlas, personas sin don para la palabra, sin ritmo, sin alma…, personas de hablar rápido, tacaño o desmesurado, cortado o con aliento, en argot, o con el don de la palabra…
A eso endilgó la ausencia del espíritu de la facilidad que parecía invadir los más jóvenes de la clase. Quiso entrar en los recovecos de la nueva lengua, sin cambiar lo que ya poseía. Viajó lejos, buscando la fluidez que ya estaba irremediablemente perdida. Era un desafío que había perdido pero que no podía darse el lujo de perder. Porque era cuestión de sobrevivencia. Porque habían olvidado decirle que no es solo cuestión de deseo, porque de eso le sobraba. Era cuestión de trayectoria, de miedo, de todo lo que significa poseer otra lengua, porque la apropiación de una lengua es más que el simple deseo. Al fin y al cabo, todo pasaba por la lengua. La enunciación, claramente, la manera de enunciar, obvio. No solamente era como olvidar la suya propia, era como olvidar la manera como había aprehendido el mundo hasta ahora. La forma de distinguir las diferentes personas. Lo forma de distinguirse de las otras personas. Las palabras que hacía propias. En tierras extranjeras había aceptado el reto sin saber cuánto significaba para ella.
Era demasiado vieja y era demasiado el viaje para darse cuenta de todo eso. O tenía demasiados prejuicios. O demasiados miedos. Y todo eso se reflejaba en la lengua. Deseó muchas veces no saber, como Alvaro de Campos, no ser consciente de todo eso, para poder avanzar, sin la consciencia que era miedo al mismo tiempo. Cómo decirlo? Como decirlo? La pregunta eterna que se volvió parte de su cotidiano. Como respuesta, como justificación, como pregunta. Para entender porqué no era capaz, para darle un sentido a la imposibilidad de avanzar, aunque ya lo estaba haciendo. Para darle una respuesta a la incomprensión del otro. Porque habían puesto demasiadas expectativas. Era cuestión de códigos también. La lengua no aparece ex machina, viene de algo, una manera particular de aprehender el mundo. Y eso lo entendía ella después de tantas vueltas al sol. Era tal vez demasiado tarde y sin embargo no había vuelta de hoja. Se encontraba en el borde, donde lo irreversible comienza a anunciarse. Poco a poco dejó atrás la sonrisa de sus padres, que le confería tanta seguridad y pasó al instante presente: Bonjour, Magasin de jouets, le petit dinosaure, comment je peux vous être utile?
Le 21/04/2020
Cómo sufría por ella que hasta en su muerte la fue llamando…con la voz de Caetano Veloso. Un momento irrepetible, único, pensaba Ariana. Ahora. En el momento surrealista que estaba atravesando. La muerte. Palabra impronunciable. Recuerda que para decirlo por la primera vez tuvo que recurrir a otra lengua. Ma mère est décédée! Tartamudear. Para que le fuera extraño. Para que no sonara habitual. Para que la muerte le siguiera pareciendo algo ajeno. En la distancia. Lejos, inalcanzable. Sumándose a la distancia que hacía todo más impreciso, más surreal. Ubicándose en ese espacio de lo ininteligible. De la no presencia. Abriendo una brecha más, una capa más a la imposibilidad de estar allí. De estar presente. Estaba ausente. La madre estaba ahora ausente. Y ella también lo estaba. Lo había estado.
Se preguntaba si eso mismo había sentido su madre cuando la vio partir. Hacía otro país. Otra lógica pero la misma partida, y el duelo? Porque en su horizonte, el de su madre, esa posibilidad de la partida nunca existió. No estaba allí. Ariana había leído en alguna parte que los aztecas, cuando vieron los barcos de los españoles a lo lejos, no pudieron imaginar de lo que se trataba. Literalmente se quedaron con la imposibilidad de imaginar algo que era inimaginable. Así su madre. Lo sentía en permanencia en las llamadas telefónicas donde nunca se aludía a esa tristeza. Como las madres de su generación, a la suya le había sido inculcado el dogma del sufrimiento en silencio. Su fatalidad. Su sacrificio. Como una prueba de amor. En la lógica de la proyección que se transmite de madre a hija. No tenía que decirlo para que Ariana entendiera. En la distancia. A través de la distancia. Ariana había osado romper el hechizo y la cadena: casarse, tener hijos, acompañar a sus padres. Aunque para Ariana todo eso era aún posible, en el infinito de posibilidades que se abrían ante ella misma. Pero de otra forma. En otro momento. No en el ahora. Era cierto que había roto el hechizo. Y la lógica de la continuidad que lo acompañaba. La atormentaba que el sacrificio de su madre hubiese sido en vano. Dentro de esa lógica de las compensaciones y de sacrificios. No podía no quedarse atrapada en ella. En la lógica. En su manto y bajo su abrigo. Pero lo sentía como una culpa al no poder corresponder de la forma indicada. Como una traición que ella hubiese planeado cobardemente y fríamente. ¿Además, por qué razón había ella trocado todo eso? ¿Por estar sola, lejos del nido? ¿Sin un proyecto definido?
Sola. Como si Ariana no estuviese deseando ese momento de poder estar con ella misma. Sola. Era la única palabra que retenía su madre. Como si eso fuera el castigo. Ahora todos los recuerdos le venían a la memoria, directo desde su corazón, cuando caminaba cerca del Père Lachaise, justamente con el deseo de anticiparse a la muerte. Queriendo ganarle una de las batallas. Visitándola de cerca. Siempre le había gustado el aura que emanaba de ese lugar. Calma. Calma. Era lo primero que se le venía a la cabeza. Pero hoy su cabeza ya no estaba allí. Ni siquiera para los asuntos prácticos que, afortunadamente, sus hermanos se habían encargado de evitarle. Pero quedaba aún el tema del viaje. Indefectible. El viaje en avión hasta su tierra. Debía al menos organizar eso. Desde la precariedad de sus años viviendo lejos del hogar. Porque ni siquiera una estabilidad económica había conseguido. A quien le importaba siempre y cuando hubiese obtenido la libertad de poder emanciparse de esa estabilidad económica. A ella al menos no. Había sido su decisión la de procurarse un trabajo de medio tiempo, no dos, ni tres. Y legal. Para escapar a algunos estereotipos. Su elección fue su libertad. De elegir qué hacer, cómo hacerlo. Las diosas de la Fortuna y de la Suerte no la abandonaron. La ciudad de la luz rosa la acogió sin reservas. Pareciera que estuviese destinada a esa ciudad que se acomodaba perfectamente a su ser. Fue generosa y dadivosa. Y se acostumbró a esa facilidad. Tanto que logró recrearla para su familia. Le don du partage. Sin reservas. Porque todo le había sido concedido en esa ciudad. La ciudad entera se le daba. Porque era su contribución. Abrir un intersticio. Para entrever que era posible. Contarse otra historia. Porque había seguido las pistas. Todo lo que el mundo le había hablado. Y su convicción fue que su madre lo había entendido. Había terminado por entenderlo. No había delito. Y entonces, porque ahora la invadía ese sentimiento de culpa? La inminencia de la muerte le había devuelto esa vulnerabilidad que creía perdida. Y los miedos. Y la falta. De no estar allí en el momento previo. Lo que ahora interpretaba como falta de valentía. El miedo que la invadía. Pero se encontraba ahora con Waslala, el lugar utópico que se busca, para ratificarle que lo indefectible pasa. Para consolarla. La partida. La suya pero también la de su madre. La de Melisandra. Que es también la llegada a la tierra prometida. Un espacio tiempo que no existe porque hay que construirlo. Ahora la única opción era asumirla…
La comedia de Dios: el viejo traje del emperador
Le 01/01/2020
Me confronté a ésta película por insinuación de alguien. De ese desconocido con el que compartimos el tiempo infinito de un week-end, de pasión y de emoción y de desencanto súbito. No pensando en amor eterno, sino sólo en ese placer de cuerpos que se conocen y que se acompasan a los pensamientos que poco a poco se empiezan a revelar y que rápidamente se empiezan a rebelar también, con más desencanto que entusiasmo. Recuerdos de un placer pensado, imaginado, proyectado, exactamente eso… Mi intuición es que se trataba de un artista torturado. Torturado por adecuarse a ese rol del artista torturado. Cuestionando cada uno de mis pensamientos, deconstruyéndolos y mezclando para ello la teoría francesa, con la alemana y con algo de su propia creación. Por vocación. Creyendo que la constatación de la muerte de Dios entrañaba todavía algo de sublevación o de anarquía o de rebeldía. Creyendo que la insurrección de la que se creía dotado debía ser un carácter absoluto de su genio. O que la construcción de su obra y del concepto de belleza que lo animaba se hacía a expensas del mundo, de éste mundo, sólo por el efecto de su sola verdad.
Me la describió como un chef d’œuvre. La comedia de Dios de João César Monteiro, João de Dios (alter ego de algún pequeño delirio de grandeza, aunque honestamente, a éstas alturas, quien podría reivindicar un nombre parecido?), habla de estética, de subversión, me decía. Los críticos iban aún más allá. Una propensión al genio. Un sátiro irreverente. El fiel reflejo del expresionismo alemán. Los estudios, iban aún más lejos: hablaban de subversión social y de culto a lo femenino… culto a lo femenino? Subversión social? La historia es netamente masculina, contada por un hombre venido a menos o a más, los delirios de un heladero y la estética de un juego de niños, de un “ritual” entre una de niña de catorce años y un viejo que colecciona vello público. Si la comparación con Nosferatu aguanta es sólo por su figura lánguida y alargada. El vampiro es una figura mítica en la historia del cine y Mourneu le acordó ese carácter único que ha hecho sobrevivir tanto al personaje como al mito. El Nosferatu de Monteiro, no es de ninguna manera una exaltación, es más una sublimación porque se reduce a las fantasías de un viejo que da vía libre a su deseo. Ni con una alta dosis de sarcasmo podríamos pensar en un culto a lo femenino. Un deseo, egoísta y pedófilo que no sacraliza ningún femenino sino que lo violenta, sacralizando justamente esa imagen que el más intríncado patriarcado erige como el culto a lo femenino. Porque no es la mujer que expresa su deseo, la mujer es apenas una niña que se presta a un juego del que apenas comprende su envergadura. Ni el castigo que sufre el protagonista al final a manos del padre de la niña puede quitarnos ese sinsabor de que ese viejo nos compartió, mejor, nos impuso, su simple deseo. Soy redundante porque la película es redundante en cuanto a eso. Lo deja claro. Cuando se lo dejé claro a la persona que me había recomendado la película, la lista de adjetivos fue larga para calificar mi parecer: inocente, ignorante, sin estética, una opinión de alguien que no conoce el séptimo arte. Era de esperarse, concluyó con una suerte de conmiseración, atribuyendo mi incomprensión a mi herencia católica. Está en tus venas, me dijo, recalcando eso como una gran diferencia entre el y yo. Ves a Dios en todas partes y eso te impide otro tipo de crítica – me dijo. Pero la película se llama justamente la Comedia de Dios repliqué…
En Francia, en éste momento, la actriz Adèle Haenel denuncia el acoso sexual y los manoseos de los que fue víctima de parte del director de cine Christophe Ruggia, cuando tenía 13 años y actuaba en su primera película. Les Diables. Exacto. Los Diablos. Pero no justamente por el perfil irreverente y contestatario, sino por la provocación. Pero una provocación que era la suya propia, la de él, en primer y único lugar. Su egocentrismo y su deseo que lo llevaron a concluir que él la había descubierto. Adèle nos lo aclara, sin embargo: “Ruggia cree que fue el hombre que me descubrió pero fue el hombre que me destruyó”. En femenino. La historia de ella, de todos los sentimientos atesorados durante todos esos años tratando de entender, en silencio, lo que le pasaba, lo que pasaba por su cabeza y por su cuerpo. . Y que no merecía, y que no entendía. Dándole formas. Torturándose con todas las culpas que se echó encima.
Cuando era niña mi madre solía leerme un cuento: el traje nuevo del emperador de Hans Christian Andersen. Un cuento para dormir. Aún recuerdo lo esencial o lo que me pareció esencial tal y como quedó grabado en mi memoria. Porque hay cosas que se quedan indefectiblemente grabadas en la memoria. Son huellas. Un hombre rico y que dirigía un país o una región y que tenía el respeto de su pueblo, anunció que le habían confeccionado un nuevo traje. En una ceremonia colectiva había planeado presentarse con su atuendo. En el día señalado, en medio de un desfile, el hombre se habría paso entre la admiración de la gente que no dejaba de elogiarlo. A medida que mi madre me leía el cuento y más adelante cuando yo misma lo leía, me gustaba contrastar las imágenes con el relato para reparar lo que era evidente y que finalmente vino por boca de un niño: está desnudo. No lleva traje. O el traje era invisible. En el relato, la gente lo repetía sin querer por tanto asumir la responsabilidad: un niño dice que está desnudo, que el emperador está desnudo. Tal vez ha llegado ese momento de anunciar a gritos que aquellos que se toman por emperadores, que necesitan del elogio del pueblo o de sus pares, están desnudos, que no hay más traje estético que los cubra, que ya no hay juego, simplemente porque no existe. El momento de le evidencia simplemente. Sin miedo.